Un monstruo grande, que pisa fuerte.
Relatos Iraníes llega a los cines argentinos con un paso firme habiendo sido galardonada en el Festival de Venecia con el premio al mejor guión, sin duda merecido. Sabemos que el cine iraní no es moneda corriente en las salas: en él se pueden ver animales hablando con humanos en un zoológico nacional ficticio, pero eso será cuento de otro relato. Qué tampoco será un relato salvaje, ese compendio de historias separadas y forzadas que supimos ver en pantalla tiempo atrás.
“No sabemos quién está viendo esto…“, menciona uno de los personajes de la película a la cámara de otro personaje, se trata de una mujer que busca justicia por su hijo preso y de un documentalista perseverante, decidido a mostrar la realidad en la que viven muchos iraníes, víctimas de los abusos de poder, de la injusticia social aceptada, de la sodomización y el maltrato verbal y físico hacia las mujeres (dejándolas en un lugar anulado, no sólo frente a la sociedad misma sino también dentro de sus hogares, con maridos violentos, desconfiados, infieles y ausentes).
Existe la dicotomía entre ese rol de la mujer y el que desempeñan en este film: aquí son ellas las que llevan las historias, los ejes principales, quienes nos hablan del sufrimiento padecido, del dolor de la lucha constante, en un país donde pareciera irónicamente que el hombre ha quedado en un segundo plano, relegado. Las distintas historias están entrelazadas por un hilo conductor invisible pero bien marcado, donde los protagonistas de cada relato dejan paso a los de la historia siguiente, todas con un punto en común o tal vez más de uno; un pedido hacia el otro, hacia quien escucha, hacia quien los pueda ver, una denuncia frente a tanta soledad personal y global.
Las actuaciones fluyen como no puede fluir la vida misma, cómplices con una cámara que muestra y se involucra, que quiere ser parte y carne de esta realidad desgarradora a la cual muchos deciden no mirar. Las mujeres nos presentan los relatos, son quienes ayudan a los demás, quienes nos dan un punto de vista diferente sobre cómo pararnos frente a una sociedad que las deja de lado, las silencia, las esconde, las maltrata; pero ellas siguen, y dan pelea. En un país quebrado, ahogado, asfixiado, donde parece no haber esperanza, llegamos al final de estas siete historias, entre las cuales quizás las últimas dos son las más fuertes de la película, las que más hablan, las que dan lugar -entre tanto odio y maltrato- a un amor por encima de todo, a una suerte mínima de fe, donde la realidad pueda dar un giro y no cortarnos por la mitad. Las palabras finales del documentalista son claras: “Ninguna película queda en un cajón, eventualmente alguien termina viéndola”; tal vez más como un deseo dicho en voz alta, un pedido voraz por parte de una directora en un país donde filmar es casi un ejercicio de lucha, un arriesgar la propia libertad.
El cine iraní tal vez hoy no sea de un consumo masivo, películas como éstas nos pueden acercar a descubrirlo y descubrirnos: a fin de cuenta sólo se trata de historias bien contadas, de sensibilidad extrema, de un cine que pisa fuerte y que cada vez más personas, por suerte, estamos mirando.