Fantástico Sr. Szifrón.
“Somos animales salvajes”, le dice la señora Fox a su esposo, el elegante y astuto zorro, periodista de día y ladrón por las noches, cuando su naturaleza salvaje se apodera de él, en esa virtuosísima película llamada Fantastic Mr. Fox. Así como el Sr. Fox se resistía a su naturaleza que lo condenaba a vivir toda su vida en una madriguera, los protagonistas de cada una de las historias que conforman Relatos Salvajes también tendrán dificultades para sortear los problemas a los que los enfrentará la vida y se rebelarán contra ellos. Sólo que no lo harán robándole gallinas al vecino, sino de la forma más atroz y salvaje posible. Porque los personajes de Szifrón actúan como animales acorralados, contenidos; animales que han sido forzosamente domesticados para vivir en sociedad pero que no podrán ocultar por mucho tiempo el impulso de un instinto que sigue latente y los catapultará hacia una vorágine de violencia sin retorno, dejando en evidencia -un poco como lo hacía Anderson- el desencanto hacia el género humano.
Concebidas como si fuese un espectáculo conformado por diferentes números uno atrás del otro -dicho por el propio Szifrón-, estas historias breves comparten cierto carácter de cine catártico con Los Indestructibles, en cuanto al placer que genera en nuestras mentes la fantasía de perder el control aunque sea por unos segundos y dejarse arrastrar por ese derrotero de violencia y destrucción que acontece ante nuestros ojos para engullimos felizmente como animales salvajes. En medio de esa jungla que es la pantalla grande, Szifrón va encontrando historia tras historia el equilibrio narrativo para llevar a cabo su misión, alternando dos mecanismos igualmente válidos: a veces le sirve un plan estratégico -todos los artilugios del guión están milimétricamente calculados- y otras prefiere recurrir a la vieja usanza, aplicando la fuerza bruta y todo el arsenal que tenga a mano, a la manera de Los Indestructibles y sus secuelas. Como todas ellas, Relatos Salvajes arranca de manera explosiva, llevándose todo por delante con el prólogo anterior a los créditos iniciales -muy ingeniosos, de hecho- y cada historia viene a recuperar esa violencia física del enfrentamiento cuerpo a cuerpo, de un modo que se siente crudo y realista, pero que nunca pretende pecar de solemne o tomarse demasiado en serio. Su única pretensión es la más básica: hacernos fantasear con el deseo de realizar aquello que no podemos pero nuestros héroes sí y sin ningún tipo de moral o pensamiento ético que los detenga.
Szifrón, que sabe lo que quiere y lo que queremos, nos permite explotar a través de la pantalla, pero con la ventaja de no sufrir las consecuencias que tendría hacerlo en la vida real. Y ese estallido de violencia que en un comienzo se encuentra implícita, reptando por debajo de lo que sucede en la superficie del relato, se acerca a la representación de la violencia en Scorsese (casos como Taxi Driver, Calles Salvajes, Buenos Muchachos) que funciona como una olla a presión hasta desbordar de forma repentina y caótica. La violencia como una hipérbole de sí misma que coquetea con el grotesco y apuesta a la ironía y el humor negro, pero que a pesar de ser exacerbada y desmesurada no pierde su verosímil ni deja de ser un reflejo de la realidad.
El zorruno Szifrón -animal que él mismo se adjudica en los créditos- abandona su madriguera, luego de diez años recluido, para enfrentar su proyecto más arriesgado con respecto a la industria local. El guión, preciso, oscila entre instantes en los que reímos y otros en los que no sabemos si reír, qué hacer o sentir, generando una cierta incomodidad -en clave Monty Python-, auscultando nuestras posibles reacciones y haciéndonos parte de ese grotesco último acto donde se juega todo, y por supuesto, también nuestro morbo.
En plena era digital y de corrección política, Szifrón regresa erguido, acompañado por su troupe de héroes populares en el reparto y la libertad de un “Indestructible”: quizás fuera de moda y no apto para almas sensibles, pero más vivo que nunca.