La relación entre los medios de comunicación y el público ya no es la misma que hace algunos años. En la actualidad se comprende que no reflejan la realidad “tal cual es” sino que construyen un conjunto de ideas sobre esta. Sin embargo en relación al cine, especialmente el de ficción, el escepticismo se viene abajo gracias a una especie de encantamiento. Se dice que algunas películas son sólo un síntoma y se anula la posibilidad de pensar que asumen una posición a partir del recorte que hacen de la realidad.
Relatos Salvajes, la tercera película de Damián Szifron, es uno de esos casos. El “acontecimiento cinematográfico del año” viene legitimado desde varios frentes: durante el Festival de Cannes se vendió a muchos países, fue producida por Pedro Almodóvar, su elenco está integrado por un conjunto de caras conocidas, en las últimas semanas apareció en todos los canales y es un record de taquilla. Este último dato no es menor; muchos creen que es el principal argumento para determinar el valor de una película.
En varias críticas se sostiene más o menos la misma idea: “Relatos Salvajes es un éxito no sólo porque es entretenida sino también porque es una representación de lo que está pasando en nuestro país”. Y ahí se termina la discusión. Pero esas dos características, el entretenimiento y la supuesta representatividad, se canalizan en la película desde una lógica cercana a la retórica publicitaria. Relatos Salvajes es una serie de viñetas dibujadas con trazo grueso que, sumadas, apelan al estado de ánimo de una parte de la sociedad, algo similar a lo que sucede en ciertos programas televisivos. En el caso de Relatos Salvajes la necesidad de zapping, esa compulsión por saltar de un estímulo a otro, se satisface en el mismo entramado. Cada uno de las breves historias, atravesadas principalmente por la violencia, no podría tener una duración más extensa porque su naturaleza está ligada al impacto, al golpe de efecto.
Los seis episodios se estructuran de manera simple: un personaje es alterado por otro u otros, en un breve tiempo o a lo largo de toda su vida, hasta que explota. El acto de violencia puede ser temperamental o premeditado y responder a modalidades distintas como la venganza, la justicia por mano propia o la extorsión. Los personajes, además, están desprotegidos: la policía no aparece y en ocasiones la corrupción estatal no sólo enmarca la violencia sino también, como en el episodio titulado “Bombita”, es la catalizadora de todos los males. Relatos Salvajes se parece a esos programas que bombardean al televidente durante todo el día con secuestros, asesinatos y gente discutiendo desde un vacío absoluto sobre la inseguridad. Y la comparación no es caprichosa: los programas periodísticos con sus pretensiones “objetivas” son, al final de cuentas, otra modalidad de la ficción.
En la película de Szifron todos los temas que inundan la grilla de algunos canales se mencionan al pasar, y con el mismo reduccionismo, como en el episodio del casamiento cuando una mujer extranjera dice que a su marido le robaron y que en Argentina “hay mucha inseguridad”. Szifron incluye esas afirmaciones de diversas maneras pero, como sus personajes, las absorbe sin discutirlas. Frente al estado de cosas queda la catarsis, un camino que le sirve al director para disimular el orden instalado, su conformidad frente a “lo que está pasando”. El ejemplo más claro es el de “La propuesta”, el episodio donde primero se manifiesta en clave dramática una violencia de clase, cuando un tipo rico extorsiona a su jardinero para que se haga cargo de un crimen que no cometió, y después se la justifica a través del paso a la comedia: el jardinero se transforma en un extorsionador más. “En definitiva”, parece decir Szifron, “pobres y ricos somos todos garcas”. Para comprobar esa voluntad igualadora sólo basta ver el episodio titulado “El más fuerte” en el que un tipo, dueño de un Audi, y otro, dueño de un Peugeot destartalado, se baten a duelo en la ruta de los Valles Calchaquíes. Hacia el final, la muerte de ambos los reúne en un abrazo que confirma el orden simbólico propuesto por la película.
En Relatos Salvajes no hay lugar para la ambigüedad porque todo se reduce de manera grosera (nunca grotesca) a dos o tres elementos. Y quienes pretendan encontrar raíces clásicas en la película no van a hacer otra cosa que forzar su naturaleza y sus pretensiones. Le falta generosidad a Szifron para lograr la tersura narrativa de cineastas verdaderamente clásicos como Aristarain o Bielinsky o incluso para acercarse a lo que logró modestamente en su primera película, El fondo del mar, donde desplegaba, salvando las distancias, una dinámica perseguidor-perseguido al estilo del Vértigo de Hitchcock. Relatos Salvajes, en cambio, representa otra victoria del espectáculo más banal, ese que atraviesa la televisión, la publicidad y el cine, y los trata como meros soportes de un mismo cinismo.