Los relatos corales no son ninguna novedad en el formato cinematográfico, tanto en Hollywood (de Altman a Paul Thomas Anderson, fiel admirador del primero) como en el cine nacional (Historias Mínimas de Carlos Sorín e Historias Extraordinarias, de Mariano Llinás son dos recientes ejemplos). Sin embargo, al romper la estructura tradicional imperante del primer acto + segundo acto = desenlace, continúan llamando la atención y adquieren así el dudo título de “novedad”. “Novedad” que, no obstante, no necesariamente se traduce en “originalidad”, pero no es esa claramente la intención de Relatos Salvajes, que parte de frustraciones del hombre común (en algunos casos, quizás no tan común), que también podría ser llamado el hombre mediocre, que inevitablemente si es empujado al límite puede perder el control. Tal es el leitmotiv de la obra.
Damián Szifrón se calza al hombro un gran desafío cuyo resultado es, según la crítica casi unánime (y probablemente dentro de poco, la taquilla) “exitoso” que, pese a ser un entretenido relato episódico, tiene un par de problemas. Algunos de ellos son puramente cinematográficos, otros rozan lo extra-artístico (y son, lógicamente, éstos últimos los más subjetivos y por ende debatibles). Pero desde lo concreto, hay algo innegable: tras ocho años de ausencia (su último film fue la excelente Tiempo de Valientes, de 2005) la expectativa era mucha, y la persistencia de los medios en posicionar que ésta es “la mejor película argentina del año 2014” no ayudó a mermar el agigantamiento exagerado que la película estaba adquiriendo. Un final feliz para un film tan inflado es, obligatoriamente, un producto cuasi-perfecto y lo cierto es que Relatos Salvajes está lejos, lejísimo, de serlo.
Una vez más, su mayor virtud es el entretenimiento: la primera de las historias a bordo de un avión con Darío Grandinetti en rol de inesperada víctima (junto con varios otros pasajeros) es apenas un tentempié de lo venidero y no es más que una simpática introducción (casi un chiste) que invita al caos y la violencia. El cuadro congelado que da lugar a los títulos es todo un hallazgo y el paseo por imágenes de animales por detrás de los nombres del reparto principal es una bienvenida apertura que dice más que lo obvio. El siguiente relato, que tiene a Rita Cortese y Julieta Zylberberg preguntándose (aunque una parece tener ya decidida una respuesta) si es justificable un asesinato que, sin dudas, le haría un favor a la humanidad, tiene contenido como para durar más de lo que finalmente apenas esboza, pero introduce la idea principal de la película: Cortese filosofa que “todos queremos un cambio pero ninguno tiene la valentía de provocarlos”.
La frase no es exacta puesto que los términos son, justificamente, algo más informales, y es ésta declaración digna de lector de La Nación o espectador de TN la que pone sobre la mesa las múltiples miserias que padecemos los argentinos. La “violencia social” es un tópico latente en cada historia, que se multiplica en el siguiente episodio: Leonardo Sbaraglia maneja un lujoso auto que no llega a buen puerto cuando pincha una goma, y el único otro vehículo que ronda las mismas latitudes es el perteneciente a un conductor endemoniado al cual el protagonista, estúpidamente, acaba de insultar. El insulto, cabe aclarar, es discriminatorio (ya se podía ver en el avance de la película), y únicamente por eso desacertado. Reveamos la situación: en medio de la ruta, un conductor no deja pasar al otro y le tira el auto al primero, lo cual conlleva a una lógica enfrentación donde el primero acusa de “negro resentido”. Grave equivocación, porque el insulto adecuado hubiese sido un sinónimo más fuerte de “idiota”. Pero, así como en las películas de terror si el/la protagonista llaman a la policía se acaba literalmente la película, si el insulto tomaba otras aristas se caía lo que el director buscaba retratar: una lucha de clases típica que culmina siempre en violencia. ¿Cuál es el problema? El insulto, se nota, es un artilugio evidente, que no justifica la reacción del receptor del mismo, quien devuelve con exacerbada violencia el gesto. El director quiere mostrarnos dos caras de la misma moneda, es decir, dos seres despreciables, pero es inevitable tomar partido por uno de ellos, que sale sin embargo mal parado con diálogos y acciones que lo ubican en las antípodas de un héroe pero también de un ser racional. El relato se vuelve inverosímil y la manipulación al espectador por hinchar por alguno de ellos se torna demasiado evidente. Un epílogo violento y jocoso nos subraya que ambos eran seres desagradables, cuando la balanza objetivamente no es tan equitativa, al menos en el efecto impensado de las caracterizaciones del guión.
La cuarta historia es la más lograda y atractiva, que se beneficia enormemente del trabajo de Ricardo Darín, y aunque es sin duda la más populista y por ello demagógico (apuntando sin ningún disimulo sus dardos al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires), hace un ejercicio interesante de la catársis que tristemente decae al concluir con un mensaje de dudosa moraleja, tamizado bajo las sonrisas del “final feliz”. Si bien en todos los cortometrajes se adivina desde los primeros segundos hacia dónde está yendo la historia (no se puede decir que el efecto sorpresa sea justamente una cualidad de Relatos Salvajes), una vez que lo predecible sucede es de nuevo un epílogo lo que embarra un cuento descarnado que culmina en total hipocresía: dos antagonistas del personaje terminan celebrándole sus cuestionables acciones, y el castigo no lo es tal porque al final todo es mejor cuando, como sugería Fito Páez (vaya uno a saber, a esta altura, si irónicamente o no) te sacás “el diablo de tu corazón”. No importa desde la moral cuestionable: es válido en el arte donde no hay apología del delito sino ideas, creatividad y relatos. Sin embargo, intrínsicamente plantea una contradicción de guión: dos personajes que echaban más leña al fuego, una vez que se produce el enorme incendio, regresan al protagonista con un regalo y éste los recibe con alegría, emoción y abrazos. El episodio violento es, en ese cierre y mirando en retrospectiva, apenas un capricho del director que dignifica la justicia por mano propia cuando, se supone, la está exponiendo para que cada uno saque sus conclusiones. Está bien, Hollywood lo hace todo el tiempo, pero hay que reconocer que es lo que muchos a menudo le criticamos. En este segmento no hay lugar para sutilezas ni interpretaciones, y en eso se pierde el atractivo (y ni hablar la inteligencia).
El quinto relato es un drama anclado en una enorme tragedia que es tan aberrante, que todo intento de “humor negro” queda sepultado por el trazo grueso de lo acontecido, y de nuevo tiene un mensaje concurrente: la clase alta es despreciable, capaz de las peores aberraciones y aunque la corrupción está en todos lados (menos en la clase media, porque ahí es donde vive Darín) se hace más presente en countries, mansiones o palacios de Recoleta. Oscar Martínez interpreta al padre de un malcriado que atropella y mata a una mujer embarazada y se da a la fuga. Su abogado propone un plan perfecto, que involucra echar la culpa a quien no corresponde y, claro, es de clase baja. Un intento de vuelta de giro propone también, en menor medida, demonizar a éste último como diciendo “somos todos iguales”, pero lo cierto es que se trata de otro tiro errado: no es ventajismo, es lógica y retribución y en tal caso, jamás llega a opacar lo aberrante de la propuesta. El desenlace es el único que quizás sorprende, y no cortar a negro continuaría con la inacabada idea: al final, ganan siempre los malos, que suelen ser los ricos (sin arruinar la sorpresa, vale tener en la cabeza la idea de que ya no habrá culpable y, por ende, tampoco chantaje que valga, con lo cual hay un solo beneficiado directo).
La última historia es, de todas, la que menos tiempo en pantalla resiste y la que más duración tiene (vaya uno a saber qué le resultó atractivo al director de esta obviedad anclada en clichés y dudoso gusto). Es el humor grueso de la sobrevalorada Qué Pasó Ayer (The Hangover, Todd Philips, 2008) con el antecedente de otra similar película, Very Bad Things (Peter Berg, 1998). No resiste demasiado analisis y todo es funcional a un demorado tercer acto que, de nuevo, en clave de ¿final feliz? muestra como todo es un asco, a donde quiera que uno mire (pero recordar siempre la excepción de Ricardo Darín).
Relatos Salvajes apuesta al grotesco, a lo políticamente incorrecto, y a la comedia ácida que tanto mejor sabe esbozar Alex de la Iglesia, o acaso uno de sus productores asociados, Pedro Almodovar. Si se la analiza desde la comedia de situaciones y su humor negro, palidece en la odiosa comparación frente a otros productos similares.
Si se la analiza desde lo intelectual, lugar donde intenta de manera soberbia ubicarse su autor con un supuesto “reatro de la violencia social”, resulta increíblemente chato y forzado. Szifrón expone personajes cotidianos que se enfrentan con un mal menor que va escalando hasta que adquiere dotes dantescos, y ante la adversidad justificamente explotan. Y es en ese momento cuando, de repente, el director parece querer mostrarnos lo que estábamos pidiendo (violencia, desquite, revancha) y lo hace con tal crudeza que, teóricamente, nos lleva a replantearnos nuestra empatía para con el personaje. Esta idea, osada y provocadora, también le queda enorme a un realizador que decididamente no es Haneke, con un producto que tampoco es Funny Games (1997 y 2007).
Ahora bien, Szifrón es uno de los realizadores más interesantes visualmente y profesionalmente hablando, y para demostrarlo cuenta en su curriculum con dos anteriores películas que brillaban también desde lo técnico: El Fondo del Mar (2003) y Tiempo de Valientes (2005). Dichos antecedentes apenas si cantan “presente” en esta nueva película, con una imagen lavada, simple, y una puesta de cámara caprichosa y repleta de malas decisiones: el estilo GoPro de algunas tomas podía verse ya en el trailer (con prolongados planos extraños sin razón de ser), y se acentúa al distraer cuando el capricho de “hacer una toma loca” llega al extremo de pegarse a una puerta de salón de fiestas, sin justificación alguna. La fotografía comienza con un desacierto (sobreexposición en la primer historia a bordo del avión), continúa con una estilización impecable (segunda y tercera historia), desaparece por completo las dos anteúltimas, y se refugia en la estética quinceañera de la última parte (no hacía falta, porque más que obviedad y desencanto, nada aporta al baile). Tampoco desde lo técnico es, entonces, lo mejor que el director puede dar.
Claro que quien escribe estas líneas se encuentra, indefectiblemente, en la minoría: es probable que Relatos Salvajes sea un enorme éxito, coseche algunos premios en festivales internacionales (aunque enviarla como candidata al Oscar es un absurdo) y que pronto fanáticos de TN al igual que de Canal 7 (por no mencionar el otro ejemplo obvio) terminen citando frases de sus personajes por igual, sin darse cuenta de que la película intentó -aunque vulgar y frustradamente- reirse de ellos. Una lástima que el analisis no le de para mucho y los chistes tampoco terminen siendo tan buenos.