Una de las más recordadas escenas de Tiempo de valientes (en Szifrón el todo siempre es menos que las partes) mostraba a un policía apuntando a la cabeza de una mujer para que confesara ante su marido su infidelidad: la evidente brutalidad del gesto quedaba redimida ante la inesperada confesión, lo que demostraba que la intuición del policía era más artera que la corrección del protagonista. En esa inversión del punto de vista (del prejuicioso progresista al buen polícía) se resumía toda la moraleja de la película y su “homenaje” a los films de una infancia inocente y feliz. El contenido reaccionario se disolvía así en la amabilidad clásica del relato “bien contado”. Pues bien: Relatos salvajes lleva esa forma al paroxismo, multiplicando esa escena y su justificación narrativa en una gozosa exaltación de la violencia como catarsis. De hecho el film se asume literalmente “reaccionario”: todos los relatos se basan en una reacción límite, que el film aparentemente critica pero finalmente celebra (con menos contradicciones que las de Szifrón en la mesa de Mirtha Legrand).
En aquel sonado programa (sobre el que ya escribimos aquí) Szifrón parecía contestar esos dichos que aparecen apuntados en varios de los relatos: “ahora poné una bomba en la AFIP” tuitea alguien en el previsible episodio “Bombita”, o bien se menciona al pasar la “inseguridad” sin que venga a cuento de nada. Pero esas menciones (¿afirmativas o críticas?) solo dejan lugar a la ambiguedad para contentar a todos los espectadores, tal como la confusa aclaración de Szifrón sobre su participación en ese programa. Sentarse a la mesa de Mirtha o de una Major ya implica aceptar ese contexto mainstream ante el que solo hay una forma de entender una frase como “si tuviera mis necesidades básicas insatisfechas sería delincuente y no albañil”: toda la sutileza que la rodea se desvanece, como de hecho sucede en Relatos salvajes (que podría albergar un episodio que la ilustre). Las “bombitas” de Szifrón van dirigidas solo al Estado (el fiscal corrupto, los empleados genuflexos), mientras que toda otra crítica “social” queda reservada a una misantropía general que se parece demasiado a un “sálvese quien pueda” (o “que se vayan todos”…).
En una crítica a El fondo del mar (la opera prima de Szifrón, que con más humor y menos duración pordía haber sido un relato salvaje más), Guillermo Ravaschino citaba a Hitchcock para recordar que “más vale partir del lugar común que llegar a él”. El cine de Szifrón se complace en ofrecernos versiones esmeradas (incluso inteligentes) del mediopelo cualunquista, cuya moraleja nunca disturba los prejuicios del espectador. Son “cuentos morales” más que “cuentos crueles” (aunque hubieran disgustado por igual a Rohmer y a L’Isle Adam), porque su incorrección no está dirigida a incomodar sino a reafirmar las certezas. Por eso su potencia, narrativa y formal, se basa en el mero y llano efectismo: se trata un cine que “gestiona” sus recursos con tanta efectividad como poca sutileza (la escena del hombre cagando en el parabrisas es paradojicamente casi impensable fuera del mainstream: de hecho el único antececente está en una película under que Miguel Bejo filmó en los salvajes ’70, antes de partir al exilio…).
Su poder está a la altura de su ambición, y el problema mayor reside en su triunfo modélico: ser festejado por crítica y público como ningún otro film o cineasta reciente, de Bielinsky a Campanella. La mención a estos (queridos pero discutidos) cineastas no es inocente, porque estas historias mínimas convertidas en extraordinarias pueden ser vistas como una reversión de buena parte del cine argentino reciente: si el personaje de Darín remite a los citados, el de Onetto remite a Martel y el de Martínez a Burman (incluso el de Rita Cortese parece la versión oscura de Herencia). Quitando todo claroscuro para dejarlos expuestos como puro mecanismo, del mismo modo en que las tramas avanzan a fuerza de golpes (bajos). De hecho el mismo Szifrón parece uno de sus cerebrales personajes arrebatados: ¿qué otro director del nuevo cine argentino podría dedicarle “a mi papá” una película tan cínica? Pero ese es el signo de que no se trata de un film parricida, sino que aun en su violencia respeta los mandamientos. No en vano Szifrón se reserva la imagen del zorro en los títulos. Después de todo, cumple a rajatabla con el viejo ideal de nuestros tiempos violentos: la misantropía con final feliz (para los sobrevivientes).