Relatos domesticados
Se están diciendo muchas cosas sobre Relatos salvajes. Recientemente, surgió una polémica -bastante inflada por cierto- por unas declaraciones del director y guionista Damián Szifrón, que motivaron una denuncia por apología del delito por parte de un dirigente del PRO. No me voy a ocupar de las aseveraciones de Szifrón -ciertas, pero también bastante obvias; no hay que ser demasiado lúcido (ni provocador) para decirlas- ni de la estupidez del dirigente macrista -quien evidentemente tiene demasiado tiempo libre-. Tampoco voy a entrar en un debate que va más alrededor de la película, que sobre la película. Nuevamente buena parte de la crítica de cine argentina -y luego el resto del periodismo de espectáculos e incluso el político- falla a la hora de analizar un film, porque se queda principalmente con lo que supuestamente dice la obra, con su horizonte de expectativa, y no con lo que realmente dice. Y esto es clave porque cuando se van explorando los diferentes rasgos cinematográficos de Relatos salvajes, resulta que tiene poco para decir. Entonces mejor hagámonos algunas preguntas.
¿Son realmente movilizadoras e inquietantes las historias que va desarrollando el film? Superficialmente sí, pero en cuanto se va sacando un poco la cáscara, la verdad que no. En el fondo, son todas tranquilizadoras. El efecto aplacador lo generan de diversas formas: desarrollando situaciones de enfrentamiento donde una de las partes -siempre encarnada por el protagonista- queda plenamente justificada (la historia titulada Bombita, por ejemplo); con acciones violentas donde operan intermediarios (el episodio llamado Las ratas); con una violencia que por terrible no deja de ser liberadora, sin posible carga de culpa (El más fuerte); escenificando circunstancias familiares y de clase que explican con facilidad determinadas decisiones, por más que sean terribles, apaciguando su efecto (La propuesta); creando figuras de oposición con las que es fácil confrontar y despreciar por sus acciones y modos (Pasternak); o amagando con escalar el nivel de tensión para luego quedarse ahí, en el amague, porque todo se recompone (Hasta que la muerte nos separe, título que es una traición narrativa en sí mismo).
¿Hay un universo de grises, de ambigüedad, o de buenos y malos, de estereotipos colisionando? Claramente lo segundo. El film va presentando en los diferentes capítulos antagonistas fácilmente repudiables y ese es su disparador para ir eliminando toda chance de que el espectador pueda problematizar los acontecimientos y decisiones que se van mostrando. Es prácticamente imposible no sentir total antipatía por los tripulantes del avión en Pasternak, los abogados de La propuesta o todos los miembros de la burocracia con los que se va cruzando el personaje de Ricardo Darín en Bombita, por citar apenas algunos ejemplos. Los lugares comunes no son repensados sino reafirmados, todo es trillado en los vínculos establecidos por los distintos personajes y el trazo grueso está en función de reafirmar el slogan de la película, “todos podemos perder el control”. Relatos salvajes no se preocupa por preguntarse por qué perdemos el control, si está bien perderlo, cómo se alteran las relaciones entre los sujetos o entre los individuos y el contexto que los rodea a partir de la pérdida de ese control. Sólo se dedica a reafirmar algo ya sabido y que en el fondo es catártico, tranquilizador: si todos podemos perder el control, entonces no está tan mal si lo perdemos.
¿Las distintas puestas en escena desplegadas respiran cine? No, y eso es un retroceso muy grande para la filmografía de un director como Damián Szifrón, que en sus dos propuestas televisivas, Hermanos y detectives y Los simuladores, insinuaba un diálogo con el campo del cine, aunque sus dos películas, El fondo del mar y Tiempo de valientes, no terminaban de cimentar un lenguaje propio. Relatos salvajes, que en los avances se insinuaba como una obra de consolidación de ese lenguaje personal, no posee la potencia necesaria en las imágenes, los sonidos y los tiempos que la componen. Hay muy pocos planos o escenas que aprovechen a fondo las posibilidades que brinda el cine en cuestiones como la profundidad de campo o el montaje. Excepciones pueden ser el último plano de Pasternak o la pelea en el auto de El más fuerte. Con Las ratas y La propuesta, que necesitaban, por transcurrir en un único espacio, un manejo de la tensión muy particular, Szifrón nunca consigue salir del estatismo. Incluso se puede notar que hay una voluntad por hacerse notar por parte del realizador -como en el plano de la puerta de la cocina siendo empujada en Hasta que la muerte nos separe-, pero son sólo intentos que se quedan en simples manierismos. Todo esto se traslada a los diálogos y las actuaciones, que alternan entre lo televisivo y lo teatral, siempre un tono por encima del requerido, siempre remarcando innecesariamente.
¿Cuál es su marco ideológico? Bueno, por ahí habría que preguntarse si en verdad lo tiene, o si termina de desarrollarlo. Relatos salvajes es tan pero tan políticamente correcta desde su aparente incorrección política… No llega nunca a plantar bandera, a decir “acá estoy yo”. Para un film aparentemente confrontativo, polémico, se preocupa demasiado por quedar bien con todo el mundo y se le nota demasiado el cálculo en el casting para generar empatía con los espectadores (el ejemplo máximo es el ingeniero encarnado por Darín, actor capaz de interpelar con total comodidad al ciudadano medio desde su construcción de estrella). En cierta forma, representa la discusión cómoda que algunos sectores bienpensantes quieren tener: esa donde ya asoman todas las respuestas apenas se rasga un poquito la superficie.
¿Va a fondo con su propuesta? No, definitivamente no, y ese es su mayor pecado. Film de respuestas fáciles antes que de preguntas difíciles, Relatos salvajes termina compartiendo muchos rasgos con otros exponentes “temáticos” del cine argentino, como Dos más dos o Corazón de León. Es cierto que no es tan irritante como las antes mencionadas, porque aunque sea se le puede detectar un mínimo de coherencia en su discurso y hasta habilidad para unir con cierta fluidez espacios-tiempos aparentemente discontinuos. Sin embargo, hasta dan ganas de pedirle que fastidie, que enoje, que movilice aunque sea negativamente. Pero no, es tan tibia que necesita de un discurso exterior y ajeno que encienda la polémica, porque en sí misma es un callejón sin salida, con muy poco para ofrecer.