Vaya osadía la de Damián Szifron atreverse a poner en pantalla una película que bajo el manto del humor negro tiene como único objetivo revelar la miseria humana, esa que excede estratos sociales y brota desde lo más profunda entraña. Con Relatos Salvajes el director propone un análisis antropológico que tiene su génesis en su propio desencanto. Lo que se ve no es sino la visión de un hombre hastiado de una vileza que atestiguamos a diario y que hemos convertido en un peligroso hábito.
Repleta de gags y pasajes bizarros -recursos que no edulcoran un mensaje bastante perturbador- el director y guionista decide a través de seis historias independientes hacer una radiografía del comportamiento, diseccionando la conducta de personas a priori completamente distintas, pero que une con una línea imaginaria que es su repulsión por el hombre.
Szifron propone una narrativa lineal con un estupendo uso de cámaras y una estética convencional, que convierte a sus personajes en sujetos que en algún momento nos resultan familiares. No existe la pretensión de crear una figura icónica (aunque el personaje de una Érica Rivas inspiradísima está llamado a quedar en el recuerdo del cine nacional) sino la reverberación de personas con las que probablemente nos topemos a diario y de -porque no- nosotros mismos.
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A esto se suma una seguidilla de grandes interpretaciones que encuentran sus puntos más altos en el acaudalado terrateniente de Oscar Martínez, el hipernervioso ingeniero de Ricardo Darín (que por momentos recuerda al mejor Michael Douglas en Falling Down) y la mencionada novia neurótica de Rivas, un personaje digno del Woody Allen más reciente que da forma a quizás el mejor de los cortos que componen el largometraje, una metáfora descarnada de las relaciones modernas sintetizada en una demencial fiesta de casamiento que pretende ser un segmento representativo de la vida conyugal.
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Pero a esa altura la película ya dejó atrás las historias que encabezan Darío Grandinetti, Leo Sbaraglia y el binomio Julieta Zylberberg/Rita Cortese. Salvo en el último, donde se contraponen el ‘ser’ con el ‘deber ser’ (cuestionando incluso conceptos como la misma libertad) el humor es puesto en primer plano para atenuar el violento contenido de dos guiones donde Szifron vuelve a lucirse hiperbolizando la cotidianidad.
Con todo, Relatos Salvajes ha logrado captar la atención de un público masivo hacia una obra que escapa a convencionalismos y abre el camino a futuros trabajos de un realizador que ya supo patear el tablero televisivo argentino con su genial Los Simuladores.
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Debajo del raid mediático del autor, que expuso sus posiciones predilectas en las mesas más rancias, se encuentra la semilla de un cine que debería emerger con mayor asiduidad en nuestro país. Algo más que una excusa para pasar el tiempo, obras baladíes sin demasiada torta debajo del merengue.