Cimiento realista sin etiquetas
Tras cometer un hurto, una chica que trabaja en limpieza se debate entre una culpa que no termina de tomar forma y el miedo ante represalias insospechadas.
Poeta, ensayista, artista plástico y realizador, César González viene produciendo desde hace tiempo una obra cinematográfica frondosa y singular que permanecía en una invisibilidad casi plena. Eso comenzó a cambiar a partir del estreno de Lluvia de jaulas como película de apertura del DocBuenosAires en 2019 y la participación el año pasado en el Festival de Mar del Plata de Reloj, soledad, su primer largometraje de ficción, aunque con fuertes elementos documentales. Nacido en 1989 en el barrio Carlos Gardel, Morón, González suele sostener sus películas sobre un cimiento realista, aunque todas se resisten al etiquetado fácil y superficial del así llamado “cine social”. Si en el documental ensayístico Lluvia de jaulas la impronta de las enseñanzas de Dziga Vertov se colaba en algunos de sus procedimientos de montaje, en Reloj, soledad una primera impresión parecería encolumnar el relato detrás del estilo practicado por los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. Sin embargo, hay más de lo que el ojo logra capturar en una primera instancia.
Una joven de cabellos azul verdosos de quien el espectador nunca conocerá el nombre –en ese anonimato se adivinan intenciones arquetípicas– se despierta gracias a la alarma del teléfono celular. La chica se prende un pucho y luego procede a lavarse los dientes y tomar unos mates, en ambos casos con agua embotellada (no hace falta subrayarlo: se adivina la falta de agua corriente). De allí a esperar el colectivo que la llevará, como todos los días, del conurbano a la ciudad, a la pequeña imprenta donde trabaja como empleada de limpieza. Al sonido rítmico de los grandes mecanismos de tampografía, la banda de sonido le suma acordes electrónicos de la banda Mueran Humanos y otros colaboradores musicales. La máquina, desde luego, ya no promete unirse al humano en perfecta simbiosis, como ocurría en El hombre de la cámara, pero la alienación tampoco es del orden chaplinesco en Tiempos modernos: la muchacha está detrás/debajo de la línea de montaje, barriendo los pisos luego de que la faena ha tenido lugar, ordenando despachos. Pero “está en blanco”, como destaca su compañera de trabajo en más de una ocasión.
Durante uno de los turnos nocturnos, la soledad del espacio es interrumpida por la visión de un reloj de marca, olvidado sobre el escritorio por el dueño de la pyme. El hurto tiene consecuencias y el resto del relato sigue un derrotero de algunos pocos días, en el cual una culpa que no termina de tomar forma y el miedo ante represalias insospechadas acompañan a la joven en su ida y vuelta al trabajo, e incluso durante una noche de escabio en el kiosco del barrio. Las contradicciones son flagrantes, pero la condena no resulta sencilla; la incomodidad que surge de las acciones y la lectura que puede hacerse de ellas impiden asimismo la clásica “toma de decisión” de las criaturas dardeniannas, a la manera de El niño, Rosetta o El hijo. La cámara de González aporta planos cercanos, cortantes, desprolijos, que escapan de la estetización facilista o el encapsulamiento de la historia en estantes ideológicos cómodos.
Gestado y rodado durante el segundo año de pandemia, el film –coescrito por la actriz protagonista, Nadine Cifre, junto a González–, es un ejemplo cabal de autogestión en términos de producción. La participación amistosa de Edgardo Castro y Érica Rivas en papeles secundarios pero de enorme relevancia aportan un peso actoral que la película explota en su beneficio dramático. Los otros “personajes” de la película no son menores. Por un lado, el tiempo como definición abstracta, que el reloj del título señala más allá del objeto en sí mismo. También Villa Domínico, espacio geográfico que González no pretende universalizar sino todo lo contrario: la topografía del barrio es esencial a la trama, y sus imágenes y sonidos definen una forma de vida ligada a la supervivencia, el miedo a la falta de trabajo, la tolerancia a la falta de mejores perspectivas.