Una de las principales virtudes del cine de César González, acaso uno de los directores independientes más prolíficos de los últimos tiempos, y que, seguramente, si tuviera los recursos sería aún más productivo, es la verdad con la que narra.
Ahí donde otros realizadores reposan su mirada cuasi de manera antropológica, donde el objeto que reflejan, sea en documental o ficción, es algo completamente ajeno, en González su conocimiento potencia escenas y diálogos cargadas de verosímil, aun cuando algunas palabras suenen impostadas.
En “Reloj, Soledad”, describe un universo de rutinas, laborales, personales, sociales, que permiten empatizar con el personaje protagónico, encarnado por Nadine Cifre, una joven que deambula entre deseos postergados y las expectativas de aquello que no tiene.
Cuando un día una “oportunidad” se presenta ante sus ojos, se desata un conflicto que afectará su situación laboral y personal, y en donde quedará expuesta y a merced de la violencia ajena, la que, expresada en palabras, gestos y acciones, impedirán que continúe con sus días normalmente.
Pese a que su madre (Érica Rivas) le advierte que toda acción tiene una reacción, e intenta normalizarla una vez más, con mensajes moralizantes, o que su jefe (un preciso Edgardo Castro), con amenazas oprime a ella y sus compañeros, nada le hace torcer el camino emprendido con seguridad.
“Reloj, soledad” habla de cuerpos sujetos a mecanismos productivos, en donde las reglas son hechas para cumplir y el o la que no lo haga, terminará inmerso en una pesadilla de la que solo podrá salir si es fiel a sus convicciones.
Película con verdad y dolor, emergente de un universo cada vez más vivo en los márgenes, González nos aventura en una propuesta que vale por su verdad y su profunda reflexión.