El realismo mágico irrumpe en los primeros minutos del film, cuando Andrée aparece en la casa de los Renoir afirmando que fue enviada por Aline, la difunta esposa de Pierre-Auguste. La aceptación del elemento fantástico es inherente al género mismo, de ahí que nadie cuestione lo sobrenatural y lo acepte como parte del orden natural de las cosas. Porque Andrée es, en esencia, una presencia cuasi fantástica, puesta justamente para quebrar con la aparente armonía, para encarnar y sacar a la luz conflictos no resueltos. Oh casualidad, la esposa-madre muerta es quien la ha enviado y así lo devela en un sueño.
Andrée acepta el rol que le toca sin vacilar un segundo, y toma su lugar en la casa como la nueva musa inspiradora de padre e hijos. Ella, otrora musa de Henri Matisse, viene para ser la nueva inspiración de Pierre-Auguste Renoir, pintor obsesionado con la figura femenina, la textura de la piel, la huella de la juventud. Alejado ya un poco del impresionismo (estamos en el 1915), se dedica a explorar la naturaleza en estado más puro, la densidad de cada pincelada, la expresión de cada rostro, de cada gesto, el lenguaje corporal. Y así, mediante sus pinturas, vamos descubriendo a Andrée, a su devastador encanto, el cual no duda en desplegar en ningún momento, y la relación que se entreteje entre ella, Pierre-Auguste, las empleadas de la casa y los hijos de éste...