La saga de Resident Evil (videojuegos y películas) siempre se distanció de los zombies de George Romero en varios puntos, pero fundamentalmente lo hizo en uno: las catástrofes que ponen en crisis a la humanidad y sus cimientos son obra de una gran corporación sin escrúpulos que cuenta con poderes inagotables. Si la metáfora zombie en el cine de Romero se jugaba en el terreno de la ambigüedad (porque no se sabía cómo se había originado la pandemia) en Resident Evil la operación se asemeja más a una denuncia con nombre y apellido: la empresa Umbrella es el mal encarnado en el mundo y las víctimas del virus pergeñado en sus laboratorios ya no funcionan como sátira política sino que aparecen como el daño de un capitalismo exacerbado. En esa diferencia se juega la ética de cada propuesta: los personajes de Romero no tienen a quién culpar por sus miserias por lo que, para hacerle frente a la catástrofe, tienen que aprender a convivir desde cero y probar que el género humano puede salvarse. Mientras que los personajes de Resident Evil (las películas) están liberados del peso de esa responsabilidad porque luchan contra el villano sin cara más representativo del siglo XX y del nuevo milenio: una corporación. Así, el terreno de Romero termina siendo el de la crítica política, y el de Resident Evil el del cine con sus géneros y convenciones.
Al revés de Romero, que arranca a su público de la sala para llevarlo al campo de la actualidad mundial, Resident Evil se reconcentra cada vez más en el cine. La cuarta entrega de la saga logra algo notable: que una película cuya historia habla de la deshumanización del mundo consiga trasladar ese tema a la puesta en escena. La cámara lenta, el bullet time, las acrobacias imposibles, los recorridos por el espacio de la acción, todo da cuenta de una manipulación y un cálculo que acaban por despojar la imagen de cualquier vitalidad posible. Las escenas con tiroteos son totalmente anticlimáticas, y el regodeo en los efectos especiales y el ralenti se vuelven el signo más evidente de la falta de una búsqueda de impacto, al menos en términos de acción. Y es que, si hay un verdadero impacto en Resident Evil 4: la resurrección, es el de encontrarse frente a frente con una película espejo que pone de relieve un cierto estado de cosas del cine (la referencia ineludible es Matrix, película bisagra que habría de cambiar la forma de hacer y de ver películas, aunque también hay algunas citas en calidad de homenaje al cine de John Carpenter). Pero esta vez los recursos no están para construir vértigo y asombro, todo lo contrario, cada escena con bullet time (el invento inaugurado por Matrix) es excesivamente larga, compleja y enrevesada, por lo que se hace muy difícil no pensar en otra cosa que no sea el cine mismo y sus posibilidades y hasta qué punto las películas de ahora pueden forzar y tensar la relación que entablan con el mundo.
También los lugares y la fotografía están en función de construir esa deshumanización. No por nada los personajes recorren ciudades en ruinas, paisajes congelados (Alaska) y espacios caracterizados por un blanco frío y aséptico, muchas veces realizados en digital y con un aire de artificialidad muy marcado. Paul W. S. Anderson nunca fue un director exquisito, pero sí un gran creador de climas: en sus mejores momentos, Resident Evil 4 toma la forma de una pesadilla cercana e inquietante, que incluso con todo su arsenal de recursos cinematográficos y ficcionales habla de un escenario mundial verosímil, de una debacle inminente. Esos momentos muchas veces aparecen en las escenas más simples, como cuando Alice habla a su cámara portátil (el registro de la imagen en un mundo destruido es un tema que ya había abordado Romero en El diario de los muertos) o en algún plano de la cárcel devenida fortaleza que habitan los protagonistas sobrevivientes.
Como las películas de Romero, Resident Evil 4 tiene el mérito y el encanto de estar atravesada por su época. Solamente que, más allá de las debilidades que muestra el guión, de personajes unidimensionales o de hazañas forzadas y exageradas, en la película de Anderson constantemente se respira el tiempo, nuestro tiempo, sin necesidad de interpretar grandes metáforas o alegorías políticas. Prácticamente todo está en la superficie, o mejor dicho, en las superficies frías, artificiales y vacías de un mundo en descomposición que ni siquiera les permite a sus personajes dudar acerca de su futuro: Alice y sus compañeros saben que van a ser perseguidos sin tregua por un villano invencible, la corporación Umbrella. No importa en qué lugar del planeta se encuentre Alice, porque Umbrella, como un Google Earth perseguidor, la rastrea en cualquier parte, siempre. Ese es el mundo de Resident Evil 4, el de los individuos vigilados y acosados por los poderes económicos, donde el peligro último no es la muerte sino la pérdida de la humanidad: el virus-T creado por Umbrella deforma los cuerpos y las mentes, hace monstruos horribles de las personas.
En el cine de Romero, los personajes al menos pueden darse el lujo de no saber qué los amenaza, de escapar sin conocer del todo la magnitud del peligro del que huyen. Pero Romero es un cineasta curtido en los 60, cuando todavía, aunque incierto, había un horizonte de esperanza posible. Resident Evil, en cambio, pertenece a los 90, y las películas (que respetan poco y nada la historia del videojuego) tienen el desencanto triste de la posmodernidad, la amargura del final de la Historia y de las ideologías. Ese quizás sea el punto en que más se distancian las películas de zombies del director de La noche de los muertos vivos de las Resident Evil: el de Romero, incluso en sus momentos más finos, es un cine con una fuerte carga ideológica; en cambio, en Resident Evil no hay lugar para los sistemas de pensamiento ni para las creencias políticas. La ideología romeriana es un faro que, aunque débil, se convierte en la brújula moral de los personajes que se encuentran perdidos en un mundo devastado. Esa brújula, esa guía última, no existe en el universo de Resident Evil. Después de todo, si una corporación puede engañar a los ciudadanos para realizar experimentos con ellos y sus cuerpos (y hacer de las personas criaturas terribles, sin conciencia) estamos ubicados en un mundo donde la política y las ideologías ya fracasaron. El gran mérito (sí, gran mérito) poco visto en una época donde las películas con discursos grandilocuentes se llevan con facilidad el aplauso complaciente del público y la crítica, es que Anderson habla de todo esto sin proponer interpretaciones complicadas ni disparar mensajes aleccionadores. A pesar de toda su torpeza narrativa y su falta de trazo fino argumentativo, Resident Evil es cine que habla del presente (y del cine del presente) de manera lúcida, entablando con su público un diálogo de igual a igual, sin discurseos, sin metáforas servidas en bandeja. El respeto por la inteligencia de los espectadores y la apuesta por un relato que mantenga su atención siempre en la superficie de la historia son cosas que también pueden estar dando cuenta de un cine político, de una película que habla una lengua apocalíptica pero lo hace de manera traslúcida, accesible, renunciando a la solemnidad.