La saga interminable de un videogame
Tal vez porque las leyes del mercado difieren de las de la vida, para la serie Resident Evil después de la extinción viene la resurrección. “La última de la serie”, mentía la frase publicitaria de Resident Evil: La extinción, tercera parte de una saga que empezó como única entrega ocho años atrás y ante la recepción de los fans fue cobrando sobrevida. Como la relación entre la publicidad y la verdad se parece a la que hay entre la verdad y las promesas políticas, después de “la última de la serie” acá está la siguiente. Total, nadie les va a andar reclamando a los especialistas de marketing que cumplan su palabra. Como los viejos seriales, Resident Evil 4 termina con un virtual “continuará”, que deja por la mitad una acción que la quinta parte sin duda completará. En verdad, la idea de continuum es pertinente, en tanto todas estas películas no difieren demasiado unas de otras.
Producida, escrita y dirigida por el especialista en acción Paul W. S. Anderson, Resident Evil hace honor a su origen, que es un videojuego. Como en esa forma de entretenimiento, los saltos de un nivel a otro parecen determinados por una lógica mecánica, antes que dramática. Cambian los decorados, que son un mero fondo para la acción, y se suman peripecias. Pero los personajes y las acciones se mantienen iguales. Recuérdese: Alice (Milla Jovovich, en amazona sobreactuadamente dura) es de los pocos sobrevivientes de una gigantesca epidemia viral, ocasionada por negligencia de la corporación para la que ella trabajaba. La epidemia convirtió la Tierra en tierra de zombis, sólo en apariencia los peores enemigos. La globalifobia de la época impone que los representantes de la corporación sean infinitamente más letales que los bamboleantes muertos vivos.
Dando el salto al 3D, Afterlife se abre en una Tokio de estudio, con Alice clonada por varias, disparando a cuatro manos contra el robótico dueño de la corporación y sus esbirros. Continúa con un breve exilio en Alaska, donde la heroína se reencuentra con un puñado de viejos amigos. Todos marchan a una Los Angeles devastada, donde los zombis pululan casi tanto como las starlettes, y finalmente van a parar a un barco de nombre engañosamente bucólico (Arcadia), cuya obvia condición de trampa moral sólo ellos parecen ignorar. Más allá de mínimas variantes, todo se reduce a lo que importa en un videogame: armarse hasta los dientes y tirarle con lo que se tenga a quien se cruce. Trátese de un asqueroso zombi, un asqueroso directivo de la corporación Umbrella o uno de los asquerosos mastines mutantes que en la última escena pela el más malo de los malos.
El resto son “préstamos” de películas de John Carpenter (planeadores de Fuga de Nueva York, perros que se parten al medio como en El enigma de otro mundo), que incluyen también cuotas de cine de zombis, decorados futuristas, actores de segunda y mucho Matrix tardío, con artes marciales, congelados, efectos líquidos y esas balas que tienen la costumbre de viajar siempre agigantadas y en ralenti.