Este regreso a las bases del videojuego que dio origen a la saga Resident Evil no consigue apropiarse de aquel universo de culto sino que, en definitiva, queda atrapada en su propio origen. En efecto, la película encuentra su límite en esa pretensión de borrón y cuenta nueva: una historia de horror clásica con aires de bajo presupuesto, espacios del gótico, una sombría corporación farmacéutica con laboratorios subterráneos que ensayan peligrosos experimentos desemboca en un festín de cráneos vampíricos, zombis sedientos, mansiones con vitraux y una serie de monstruos viscosos diseñados en prolijo CGI. Todo el inventario resulta condimentado con la nostalgia retro de los 90, un humor algo torpe y los esperables golpes de efecto escalonados a medida que Racoon City se convierte en el sitio del apocalipsis.
Ese relato desparejo y fragmentario que condujo a la franquicia cinematográfica patentada por Paul W. S. Anderson a lograr el fervor incondicional de sus fans se consagraba en la experiencia cinematográfica prometida, que sorteaba gracias al carisma de Milla Jovovich y a esa visión plástica de un mundo manejado por los tentáculos del dinero corporativo los altibajos argumentales y los necesarios estereotipos del género. Pero Johannes Roberts (A 47 metros) persigue un control que le quita audacia, se nota condicionado por la exigencia de anticipar la secuela y cuenta con un elenco sin demasiado magnetismo. Quedan sí algunas buenas escenas como la que incluye “Crush” de Jennifer Paige y la sensación de una oportunidad perdida.