El orgullo de asumirse como cocoliche.
Esta sexta entrega de la saga recupera varios logros del film original, con especial énfasis en las escenas de acción.
Tanto la saga cinematográfica Resident Evil como su creador (y director de cuatro de las seis entregas) tienen sus detractores y admiradores confesos, más allá de la relación con las diferentes ediciones del videojuego en el cual está basada y la sinergia entre los grupos de jugadores y espectadores. Dejando de lado la discusión acerca del “autorismo vulgar”, en la cual Anderson (éste Paul Anderson, no el infinitamente más respetado Paul Thomas Anderson) fue tomado como bandera por los defensores de las bondades de cierto cine de acción contemporáneo, lo cierto es cada uno de los peldaños de la franquicia –centrada en la lucha de su heroína titular, Alice, contra la corporación Umbrella y los zombis y monstruos creados como consecuencia de la difusión de un virus– ha tenido sus altos y bajos. Más de los últimos que de los primeros. Este Capítulo final, sin embargo, parece recuperar varios de los logros del film seminal, poniendo especial empeño en crear un imparable ritmo en las escenas de acción y dejando de lado algunas de las pretensiones pseudo filosóficas que habían lastrado los últimos episodios.
Luego de un clip de dos o tres minutos gracias al cual el espectador olvidadizo o neófito puede hacerse de una somera idea de cómo se ha llegado hasta esta situación, el film ubica a Alice (nuevamente, Milla Jovovich, quien ha hecho del personaje casi un alter ego de su persona) en una Washington apocalíptica, absolutamente devastada. En cuestión de segundos, el primer peligro que acecha entre las sombras y los escombros dice presente y la súper mujer debe poner su cabeza y cuerpo en funcionamiento para sobrevivir. Si Resident Evil 6 abusa en esos primeros minutos de los golpes de efecto sonoros con la intención de hacer saltar de la butaca al espectador, lo que sigue es bastante más digno y noble: Anderson aplica desde el guión, los encuadres y el montaje una de las más viejas lecciones cinematográficas: la persecución de unos por otros, se trate de quien se trate, es uno de los conceptos que parecen haber nacido para ser llevados a la pantalla.
Ciertamente, los villanos parecen de cartón pintado y los infectados por el mal viral demuestran ser la enésima versión de los undead creados por George Romero (un aplazo en la materia Originalidad). Tampoco resulta sencillo encontrar aquí la construcción de climas o la ética individual y de grupo que algunos de los mejores realizadores del cine de género han sabido inyectar en sus creaciones durante las últimas décadas. Menos aún existe una lectura sociológica que vaya más allá de los lugares comunes de un humanismo ramplón. Las confesiones y revelaciones de último momento, finalmente, no logran ir más allá de la superficialidad de aquellas otras que pueden encontrarse en cualquier telenovela de la tarde (atención: lo mismo puede afirmarse de sagas cinematográficas mucho más prestigiosas, incluyan o no batallas estelares).
¿Qué hay de bueno, entonces? Fundamentalmente, las cualidades cinéticas de una película de aventuras que se encarama sin vergüenza sobre su condición chatarrera, que sabe cómo resolver –con energía e imaginación– una nueva encarnación del ataque al fuerte blindado por infinitas hordas de enemigos y que confía en la osadía de sus cualidades más bestiales para contrarrestar las desventajas de un presupuesto moderado. No casualmente, esta ¿última edición? (el final deja el horizonte bien limpio para un nuevo reinicio) ni siquiera contó con capital estadounidense, resultando en una típica coproducción con actores y actrices de orígenes diversos –australianos, canadienses, un cubano exiliado y, por supuesto, una ucraniana–, un rodaje en media docena de países y una actitud cocoliche que viste con el pecho henchido de orgullo.