Fuego de noche
El mainstream y los géneros fuertes son una cantera inagotable de grandes películas. Lo ve cualquiera, salvo la crítica perezosa que revolea el rótulo de “cine pochoclero” para no tener que pensar de más. A su vez, la firma de Paul W. S. Anderson es garantía de calidad: sus películas, incluso las menos logradas, dedican un cuidado infrecuente a la elaboración de la imagen. Pero el grueso de la crítica no lo ve, se lo pierde porque sigue embelesada con los diseños de interiores de Wes y la megalomanía ampulosa de Paul Thomas. Hace poco volví a ver la primera Resident Evil, firmada por Paul W.S. (¿el Anderson bueno?) que, en su momento, como hicieron tantos otros, denosté por su falta total de respeto hacia la historia del videojuego. Pero Paul tenía razón, resulta que los equivocados éramos nosotros: la película tenía vuelo propio y tomaba una gran distancia del universo de referencia; los seguidores del juego no le perdonamos esa libertad, le reclamábamos”fidelidad”, otro nombre para designar la reacción autoritatia de querer escuchar siempre la misma historia, ver a los mismos personajes, sin aceptar cambios de ningún tipo. Resident Evil sugería en sus planos iniciales la sofisticación de la que era capaz el director: no importa que la trama y el universo pertenecieran a los bajos mundos del terror clase B, Anderson entregaba una película exiquisita, con imágenes nítidas y potentes y un relato que aprovechaba la truculencia y las propiedades del entorno de manera ingeniosa, transformando cada escena en una sorpresa cinematográfica (la más memorable de todas, claro, es la del cuarto con rayos láser que rebana en pedazos a la mitad de los personajes en apenas unos minutos).
Las películas tuvieron vida propia desde el comienzo, no necesitaron apoyarse en los juegos. Hoy pueden verse dos trayectorias bien distintas: mientras los juegos se inclinaron por la repetición de fórmulas y por una falta total de innovación (la última entrega, lanzada hace unos días, abandona la historia original para realizar casi un facsímil de La masacre de Texas), las películas multiplicaron su tamaño varias veces por sí mismo haciendo de cada iteración un nuevo desafío audiovisual que debía superar a su antecesora en excesos, ambición y cantidad de ideas por segundo. La serie siempre dejó entrever un gusto por la experimentación, por la puesta a prueba de las herramientas del cine de acción con sus balaceras, acrobacias, grandes enfrentamientos, one liners y abuso del ralenti. Resident Evil: Capítulo final retoma ese camino.
El mayor problema que exhibían las últimas películas eran algunas escenas extensas donde se hablaba mucho con pretensiones filosóficas. Tal vez tomando nota de ese escollo, la última entrega empieza sin diálogos, con un monstruo gigante que ataca a la protagonista desprevenida a pocos segundos de empezada la película. Instantes después, Alice se bate a duelo arriba de un jeep con una criatura alada a la que hace estallar con una mina claymore. La velocidad y la potencia de los ataques, los golpes y la fuerza sonora hacen acordar a Mad Max: Furia en el camino, otra película de acción que desdeña los mandatos narrativos para dedicarse a explorar las posibilidades de la imagen y el sonido. El relato de la nueva Resident Evil es tan confuso como el de las anteriores, tanto que importa poco poder reconstruirlo o no, alcanza con seguir las aventuras de Alice y del grupo de desdichados que le toca comandar en esta ocasión.
Una vez más, Anderson entiende que la mezcla de cine de acción, terror, y ciencia ficción distópica resulta demasiado prometedora como entregarse sin más a la reiteración de convenciones; hay que aprovechar sus paisajes destruidos, los rudimentos de la supervivencia, la libertad para crear villanos bigger than life y para trazar una fantasía paranoica autoconsciente de su desborde y que transgreda cualquier verosímil sin temor al ridículo (en resumen: una corporación maligna, con ánimos bíblicos, libera un virus para erradicar a la humanidad y volver a empezar desde cero. La salvadora de la especie es un clon con súper poderes infectado con el mismo virus que trata de detener). El tradicional combate final, en el que las fuerzas del bien y del mal se miden en un último enfrentamiento, en Resident Evil ocurre antes de llegar a la mitad de la película: unos vehículos blindados atacan una torre en la que resisten unos mercenarios. Una premisa vulgar, del montón, pero con esos materiales Anderson despliega en pantalla un mar viviente de zombies enloquecidos y una defensa desesperada (a lo Salvando al soldado Ryan). En el medio de ese frenesí, el director regala una imagen bellísima: desde la torre vierten litros de combustible y los encienden al caer; en plena guerra nocturna, y para seguir con el tono bíblico, literalmente, llueve fuego.
Después de esa primera parte, empieza en verdad una segunda película que se pliega más a los códigos del terror. El grupo llega a “el panal”, la base de Umbrella donde estaría el antídoto al virus, y entran en el lugar como un grupo de jóvenes en una mansión embrujada. A través de una serie de cuartos con trampas mortales, la casa (la base) los elimina uno por uno, recreando el placer del género por las muertes sangrientas. La segunda parte resulta algo más contenida y rutinaria que la primera, menos impresionante; el peso de los diálogos y de la resolución de los conflictos obliga al director a mostrarse más discreto con sus chiches visuales. En pocas palabras, Anderson está atado de manos y ya casi no tiene espacio para jugar.
En los quince años que separan la primera película de la última, en Hollywood hubo demasiados cambios. Algunos pueden verse en RE: Capítulo final: la animación digital, en sus mejores momentos, es casi indistinguible de lo filmado (muy distinto de lo que pasaba en 2002); el cine de acción, al menos el bueno, fue volviéndose hiperbólico y estableciendo niveles cada vez más altos de espectáculo visual que obligan a cada nueva película a redoblar la apuesta y a tratar de inventar algo (esto puede verse en la serie RE bajo la forma de un incremento progresivo del gasto audiovisual en las escenas de acción); los modelos de producción resultan cada vez más inestables e inciertos, obligando a las películas con vocación de espectáculo a buscar financiación en el mismo formato de coproducción que antes era casi exclusividad del cine indie (la última RE tiene fondos de cuatro países, y ninguno de ellos es Estados Unidos); también, el mainstream fue abandonando paulatinamente los colores y optando por una paleta apagada, que oscila entre azules y grises oscuros, sin importar los escenarios o si el relato transcurre de día. Esto, que ya es un verdadera marca de época difícil de quebrar, fue restringiendo la elegancia visual de las primeras RE, donde el azul era brillante, alternaba con los blancos luminosos del cuartel general de Umbrella y su tecnología de punta, y donde la oscuridad no volvía incomprensible el desarrollo de los hechos. En la última película, la fotografía iguala todo bajo las sombras y hace más complicado el seguimiento de la acción, además de desaprovechar la oportunidad de explotar el abanico de colores que podrían dar un mundo devastado, horrores diseñados genéticamente o la guarida hipermoderna de una corporación malévola. Así y todo, la película es un artefacto orgulloso de sus capacidades que celebra el cine de género por la vía del exceso, sin renunciar por eso al trabajo fino con la imagen y sus posibilidades plásticas. Algún día, cuando la crítica vuelva mirar, seguramente se encuentre con un director que cimentó su carrera haciendo relecturas sofisticadas de géneros bastardeados hasta llevarlos a estándares muy altos, y que encontró en una franquicia de poca monta nacida de un videojuego un laboratorio para la experimentación y puesta a punto de una estética personal.