La muerte limpia.
Ya lo decía uno de los verborrágicos personajes de ese sueño copadísimo de Wiley Wiggins en Waking Life de Linklater: tal vez al momento de morir tengamos una alucinación tan poderosa producida por los químicos que libera el cerebro en esa circunstancia que el viaje a la muerte sea nuestro último suspiro psicotrópico; una sobredosis de DMT que nos lleve al cielo o al infierno por una eternidad, aunque en realidad el viaje transcurra en un solo minuto del tiempo humano en la tierra. Esto mismo plantea Frank (Mark Duplass) en una linda escena de Resucitados en la que la vulgarización del conocimiento baja hacia nosotros por ese dulce tobogán en el que hacemos fila todos. Y tal vez en esos pequeños fragmentos de filosofía barata y vuelo metafísico de delantal, resida la parte lúdica más interesante de la película, porque todo lo demás está medio en piloto automático.
Estamos frente a una pseudoremake de Re-Animator pero sin el grotesco fabuloso, como si a esa genialidad de 1985 en lugar de Stuart Gordon la hubiera dirigido Bergoglio. Las partes más ridículas de Re-Animator son más adultas y tienen más verdad que Resucitados, donde desgraciadamente todo está filmado sin la suciedad de la muerte: laboratorio inmaculado en plano limpito; sin el caos de La Cosa, el gore de Gordon o la roña de O’Bannon, por mencionar algunos ejemplos de hermosa mugre. Los planos están en sintonía con muchas producciones actuales de horror que se preocupan más por sacarle brillo al cuadro que por su (des)composición. Y la muerte es sucia, como el buen horror. Este horror aséptico de la era digital se contradice con el espíritu del género. Hasta en Cementerio de Animales podíamos sentir el olor de la muerte obviando incluso las escenas más gore. La muerte no es prólija y el género lo sabe, una película que la tenga como tema central no puede ser tan limpita.
En Resucitados, al igual que en la industria farmacéutica y que, de nuevo, Re-Animator, todo comienza con la utilización de una mascota para luego pasar al experimento humano. Y ahí se pudre, porque ya sabemos desde que resucitan al pobre bicho que los que vuelven de la muerte no vuelven igual. La dinámica del grupo de científicos protagonista funciona, sobre todo, gracias al personaje fumón interpretado por Evan Peters, el pothead hedonista subestimado que la tiene más clara que el resto, un Salieri del fumanchero de esa obra maestra que acá se llamó La Cabaña del Terror. En el relato no hay apuro por llegar al clímax y esto le da aire a la buena construcción de la primera hora.
El problema es el afán de pastiche, el querer meter todo lo que se pueda; pasamos de Cujo a Línea Mortal, sin dejar de lado un poquito de cámara en mano y algunas de seguridad, para desembocar en el horror satánico y la telequinesis. Como si un productor se hubiese preguntado “¿qué garpa hoy?” y a los subgéneros dominantes le sumara esa estética sin vida tan de moda, además de la premisa de la película favorita de su infancia. Sin embargo, el collage final no está del todo mal; la culpa católica se transforma en pasajes oníricos infernales y el efectismo cumple su cometido sin la densidad de la repitición sin sentido. Un debut de David Gelb con poca personalidad pero que deja un halo de misterio sobre su futuro cercano, solo esperemos que en sus próximos trabajos se ensucie con algo de verdad.