Resurrección: la música del infierno
Resurrección es una película de Gonzalo Calzada, que ya había incurrido en el thriller sobrenatural con La Plegaria del vidente. En este caso, está escrita y dirigida por él, y se enmarca en el género de terror gótico.
En nota anterior de esta revista, un colega explicaba que una de las definiciones del cine barroco es su estética cargada. La cantidad de niveles estéticos presentes en cada plano podría agregarse: escenografía, vestuario, maquillaje, efectos sonoros, música, actuación. Los planos de Resurrección me hacen acordar al cine expresionista, por esa desmesura de la puesta en escena al servicio de sacudir los sentidos en el espectador. Necrofobia de Daniel de La Vega iba en la misma línea, tanto por el subgénero en el que se enmarca, así como por este barroquismo de las formas cinematográficas.
En resumen, la operación de la película de Calzada es hacernos descender al infierno de la carne. Se sitúa en tiempos de la fiebre amarilla, a fines del siglo XIX en Argentina, haciendo desfilar rostros cadavéricos, teñidos de amarillo pálido, y que escupen sangre negra con cada arranque de tos convulsa. Un primer hallazgo de esta obra: producir tensión a partir del contacto con una situación repulsiva. El mismo protagonista, un cura idealista en la piel de Martín Slipak, siente miedo de acercarse a su propio hermano, porque puede contagiarse con el mínimo contacto físico.
Férreamente convencido de que tiene la misión de salvar a quienes lo rodean en medio de semejante catástrofe, el religioso representado por Slipak se apoya en la exageración de las poses actorales, en un tono fuertemente melodramático. Pero también la música es desmedida: hay violines, algo que parecen voces distorsionadas ejecutando melodías circulares, en fin, toda una orquestación de múltiples sonoridades absolutamente liberada a esa danza de imágenes infernales.
Hay quienes sostienen que el cine es la síntesis de todas las otras artes. En un encuadre se sintetiza el poder de la pintura; con una mansión de estilo victoriano como locación, se pone rápidamente en escena la magia tridimensional de la escultura; acompañando las escenas con acordes, se despliega la potencia emotiva de la música; y con los parlamentos de un actor, se lleva a la pantalla el delicado arte de la poesía (el monólogo del criado, actuado por Patricio Contreras, contándole su pasado al cura, es excelso por su economía de palabras y la forma en que está recitado). La lista podría seguir seguramente, como lo demuestra el hecho de que los títulos iniciales de la obra estén acompañados por ilustraciones casi surrealistas del dibujante Alberto Breccia. Se destaca también la participación del dramaturgo Mauricio Kartun en el asesoramiento.
Es una película con un texto formidable y una puesta en escena sublime por su desmesura y libertad creativas.