Uno podría imaginar por el título y el afiche que Retrato de propietarios (2018) es una película de cabezas parlantes donde los dueños de mascotas se desahogan o confiesan sus pérdidas. Pero no, salimos de ella con una bofetada a esa expectativa. El tan mencionado teórico Bill Nichols estaría de acuerdo con que es un documental observacional. Ahora, las relaciones desatadas con cada plano nos dan cuenta de que acá incluso observar es intervenir, no sólo por la selección que se hace del material, sino por los vínculos transversales entre los elementos de los planos.
Por una parte, hay muy pocas palabras en este retrato, sean habladas o escritas. Y hay aún menos palabras que verdaderamente importen. Resuena el “BIENVENIDO” en un cementerio de mascotas intuimos abandonadas. O nos inquietan “SE PERDIÓ SALVAJE” y la reiteración del aviso “DÓNDE ESTÁ MUNDO”. Las palabras que importan acá son las que revelan pérdidas. Así que estamos obligados a desechar la idea de que la obra nos haga un retrato cerrado. Escuchamos también voces al fondo, murmullos o ruidos confusos, pero sí podemos distinguir sin problema los maullidos y ladridos cuando los animales pelean, se emocionan por la comida que les ponen, o caminan por estos sitios difícilmente reconocibles.
Hay también muy pocos rostros humanos. A falta de primeros planos donde esta gestualidad nos compela, sí hay numerosas tomas de gatos o perros dormitando, caminando o jugando. Y en varias escenas está latiendo una emocionalidad de la que no se quiere abusar, pero quién se puede resistir a un animal en su estado más juguetón. Otros avisos de extravío nos acercan a ojos felinos inquietantes donde los límites de sus rostros se pierden, como si la anonimia nos interpelara desde lo más animal. Es precisamente esta la búsqueda del documental. En varios momentos escuchamos la señal de antenas que a veces se confunde con cantos de ballenas. Parecería que los sonidos y la mirada nos estuviesen invitando a sintonizar un lenguaje animal que creemos difícil de entender, pero nos hacemos una idea si aceptamos que nuestra intuición también proviene de cierta animalidad. Es admirable que estas observaciones no apelen a la benevolencia generada por las mascotas. Aquí no hay planos lastimeros, sino una búsqueda en medio de la pérdida a partir de escenas en disolvencia: la primera escena es la de un perro paseando por un pastizal mientras se contrapone muy levemente el nado parsimonioso de unos peces. No será la única vez que esto ocurra. Hay también, en otro momento, un plano general de perros tranquilos a pesar del encierro y grabados por una cámara digital que los enfoca pero, en este proceso, los vuelve borrosos.
La impresión de anonimia se va diluyendo al final. Escuchamos de forma inteligible las palabras que se venían repitiendo antes sobre las ruinas. Vemos fotos de rostros en planos medios. Pero los jadeos de los animales siguen hilando el relato así sea colateralmente.
En general, hay muchos planos de rejas durante el transcurso de la obra sugiriéndonos varias sensaciones. Hay jaulas pequeñas con mascotas tranquilas; rejas separando el afuera del adentro mientras los perros ladran; y sobre todo, planos enrejados. Unas son rejas de hierro, otras más endebles, que enclaustran la imagen, como si mirar nos limitara o siquiera nos amputara la libertad frente a esta película. Aprovecho la primera persona del plural porque tales composiciones están delimitando la distancia, no ya nada más entre animal (las mascotas en escena) y persona (la mirada de la cámara), sino entre pantalla y espectadores. Tienta tender asociaciones entre los cuatro elementos, pero resulta más urgente otro detalle. Captar que esta mirada en torno al encierro y a la pérdida no es una cuestión de abandono nada más, sino de la dinámica entre la mirada y lo otro. En este caso específico, Joaquín Maito están descartando en gran medida lo humano en la imagen para devolverle un sentido, siquiera efímero pero asociativo, a lo animal dentro de estos lugares cerrados o abiertos.