Después de dedicarse a contar cómo operan los amores platónicos y los deseos frustrados en personajes de la adolescencia y la infancia -en Tomboy y Girlhood-, Celine Sciamma, a la manera de corolario del que luce como un plan estético e ideológico, llegó al territorio del amor consumado con esta singular historia protagonizada por dos mujeres adultas a finales del siglo XVIII.
Retrato de una mujer en llamas privilegia y pone en valor los mecanismos de la mirada: “Después de todo, amar a otra persona es mirarla”, declaró oportunamente esta directora francesa cuando el film se estrenó en el Festival de Cannes hace dos años.
La que observa en este caso es sobre todo Marianne (Noémie Merlant), contratada por la madre de Héloïse (Adèle Haenel) para que pinte a su hija pensando en el prometido milanés de su hermana fallecida, ahora candidato para ella, pero ella se niega obstinadamente a posar.
Para provocar en su modelo rebelde una serie de cambios de expresión que la ayuden a concretar y potenciar su obra, Marianne tiene una estrategia (una serie de paseos en los que sutilmente conduce a su sensible interlocutora por diferentes estados de ánimo) y una herramienta fundamental (la memoria). El resultado de ese ejercicio es una película intensa y sugestiva que transforma a la mujer-objeto tan repetida en la historia del cine en sujeto erótico por derecho propio, una operación digna de una ficción cabalmente feminista.