El problema de los “films de época” suele ser que la época se impone al film. Es decir, que el diseño se impone de modo decorativo a la historia, en vez de integrarla. No es este el caso: que todo transcurra a finales del siglo XVIII implica un entorno preciso que amplifica el drama de las protagonistas.
Esta es una historia de amor entre dos mujeres: una joven recién salida de un convento y a punto de casarse, y la pintora encargada de hacer un retrato de su boda. La relación entre ambas es, y aquí está el mayor acierto de la película, totalmente realista, y la pasión cobra tal fuerza que rompe el contexto histórico: la desnudez (física, de los sentimientos) nos hacen olvidar en qué tiempo estamos y, de tal modo, todo se vuelve universal.
Por supuesto, estamos en el terreno del melodrama (donde la pasión, lo irracional se enfrenta a las normas sociales) y eso emerge, pero lo hace en medio de un juego vibrante de lo dicho y de lo no dicho.