LUCHA DE ÉPOCAS
Hay algo que hermana a Retrato de una mujer en llamas con El último duelo, por más que los tonos que manejen sean bastante distintos entre sí: son películas que abordan hechos ocurridos hace cientos de años, pero en los que se termina imponiendo una mirada muy anclada en la contemporaneidad. Una mirada que, además, viene con una tesis previa a la que busca confirmar a toda costa, incluso yendo en contra de lo que necesitan los personajes.
En el caso del film de Céline Sciamma (que acumuló una gran cantidad de galardones y varias nominaciones a los Premios César), el relato está situado en la Francia de 1770, cuando todavía no había arribado la ola revolucionaria pero ya empezaban ciertos signos de ebullición. Sigue a una pintora llamada Marianne (Noémie Merlant), a quien una condesa le encarga realizar el retrato de bodas de su hija Héloïse (Adèle Haenel), una joven que acaba de dejar el convento. El trabajo que tiene Marianne es difícil: Héloïse tiene serias dudas respecto a casarse y no quiso mostrarle su rostro al primer pintor que tuvo a cargo su retrato. De ahí que Marianne deba pretender ser una simple dama de compañía, para así poder retratarla sin su conocimiento. Pero todo se complicará aún más cuando ambas empiecen a desarrollar una atracción mutua, hasta iniciar un romance totalmente prohibido.
En Retrato de una mujer en llamas hay una tensión constante en la puesta en escena, manifestada en el choque entre lo expresado por la corporalidad -principalmente desde las miradas y los gestos- y ciertos diálogos puntuales que caen en unas cuantas remarcaciones. Si la primera vía expone los silencios, miedos y prejuicios, pero también los deseos latentes de esa Francia pre-revolucionaria, la segunda encarna claramente esa tesis que surge desde una actualidad que suele caer en la tentación de juzgar desde un pedestal y que le habla a un público con el cual puede conectarse rápidamente. Esos dilemas formales y narrativos aparecen incluso en una misma secuencia: por ejemplo, durante la primera vez que Marianne debe acompañar a Héloïse, quien de repente empieza a correr hasta llegar al borde un precipicio. Después de detenerse justo a tiempo, Héloïse dice “nunca había intentado eso”. Marianne le pregunta “¿morir?” y Héloïse contesta “no, correr”. Si esa corrida repentina y algo angustiante de Héloïse dejaba claro su nivel de incertidumbre y angustia, la directora y guionista da un giro más -innecesario, por cierto- para que no haya lugar a otro tipo de interpretaciones, resignando bastante sutileza en el camino.
Esas contradicciones incluso resultan contraproducentes para algunas decisiones inteligentes de Sciamma, como la de contar casi toda la historia sin la presencia de hombres o desplegar apenas un puñado de personajes para delinear el conflicto, que quedan sometidas a un entramado donde pesa más el gesto ideológico que los desafíos que afrontan las protagonistas. La cumbre de esas idas y vueltas en el contrato que el film establece con el espectador se puede ver en una secuencia que gira alrededor de un aborto, donde la realizadora cae en una serie de manipulaciones que rozan lo canallesco. Allí, los personajes se convierten en meros títeres de un discurso seudo feminista que incluso parece pasar por alto las implicancias éticas y morales de la corporalidad.
Por suerte, en sus minutos finales, Retrato de una mujer en llamas recupera la memoria y encauza su relato entre romántico y trágico, centrándose con mayor fuerza en Marianne y Héloïse, dos personajes plagados de matices en sus desafíos, temores y voluntades. Es allí donde Sciamma vuelve a mostrar altas dosis de inteligencia, pero también de sensibilidad, para arribar a un cierre ciertamente potente, que hace olvidar buena parte de las miserias previas. Sin embargo, en el balance general, no logra resolver ese choque de épocas que afectan no solo la estructura narrativa, sino incluso las decisiones morales del film.