Un bello relato histórico
1817 fue un año que le cambió la vida a muchos. Revolución. El Cruce de los Andes narra lo sucedido ese año en la vida de Manuel Corvalán. Fue el mejor año, según cuenta el viejo (León Dogodny) al periodista Reynoso (Lautaro Delgado). La película de Leandro Ipiña entra a la gesta por los costados más sensibles. Corvalán, de muchacho, acompañó al general como su amanuense. La perspectiva se va multiplicando y el cuadro se abre hacia otros personajes de la hazaña.
La película arma otro retrato del libertador, interpretado por Rodrigo de la Serna. El actor se juega su prestigio, calzando las botas del militar sagaz, directo, que habla con acento castizo y transmite desesperación o ira con sólo parpadear. Un carácter del demonio, esa es la sensación a poco de comenzar la película.
El cuadro incluye a los negros libertos, una reivindicación novedosa en el relato.
Ipiña va preparando el terreno, con escenas en la tienda del comando mayor, sus problemas, desconfianzas y estrecheces, hasta desplegar la artillería visual sobre las cumbres majestuosas, los pasos en la cordillera, el horizonte.
Los 24 días de la campaña de Chile desembocan en la batalla de Chacabuco, un triunfo también para Ipiña, que transmite el nerviosismo, el miedo, la locura y las emociones de la lucha cuerpo a cuerpo. Se destacan en las actuaciones Juan Ciancio (Corvalán joven); Alberto Ajaka, (Álvarez Condarco); Alberto Morle (Sargento Blanco); Pablo Ribba (Fray Aldao). Crece la tensión y las cámaras cobran protagonismo en tramos como la tormenta de nieve, la noche y sus fuegos, el brillo de los arneses al sol esperando la señal de ataque.
Revolución no cae en la lección de historia ilustrada. Sí se escuchan los textos de las cartas de San Martín, dictadas a Corvalán. Así, para el espectador que desconozca los hechos, el planteo es claro y evita los lugares comunes de manual.
“No peleamos por cualquier libertad”, dice San Martín, encendido. En la arenga final, aparece la bravura del hombre que vio a través de las montañas. A su alrededor exigió, como pasaporte a la historia, fidelidad en los ojos, la palabra y el espíritu.