La pregunta por la patria
Lejos de intentar la tarea titánica de un relato biográfico amplio, la película elige hacer foco en el clímax de la vida pública del prócer.
En un momento histórico en que todo pide ser revisado a conciencia, no es extraño que aparezca una película como Revolución, el cruce de los Andes, tratando de encontrarle un perfil nada menos que a la figura fundacional de la nación, aquel a quien no por nada se lo sigue llamando Padre de la Patria: el general José de San Martín. Si bien no es la primera vez que el prócer es enviado a repetir sus éxitos militares en la pantalla del cine –es ineludible mencionar El santo de la espada, de Leopoldo Torre Nilsson, que causó gran impacto en su tiempo, con Alfredo Alcón como protagonista y un gran elenco acompañándolo–, Revolución vuelve a provocar curiosidad. Una curiosidad entre infantil y orgullosa, esperable en aquellos que crecieron escuchando las hazañas de ese hombre inquebrantable y justo, estratega genial al nivel de Alejandro, Napoleón, Julio César o Aníbal de Cartago, que fue capaz de imaginar una campaña imposible a través de los Andes, con la que parió no una sino tres naciones para la posteridad. A todo eso responde de uno u otro modo Revolución, que marca además el debut cinematográfico para su director, Leandro Ipiña.
Lejos de intentar la tarea titánica de un relato biográfico amplio, Revolución elige hacer foco en el clímax de la vida pública del prócer, cuando contra todo decide cruzar hacia Chile por complicados pasos montañosos, para atacar al ejército realista, en lugar de esperarlo de este lado y no darle la ventaja de poder hacerse fuerte. Allí hay una primera marca de intención que sugiere que la película buscará centrarse en un relato de acción antes que político. Su segundo acierto consiste en evitar un narrador histórico, omnisciente y distante: lejos de querer contar desde el manual de escuela, Revolución elige otro, construido desde el barro. Se trata de Corvalán, un veterano del ejército de los Andes que en el año 1880 es entrevistado por un periodista que intenta encontrar una nota de color para adornar la noticia de la llegada al país de los restos del general desde Francia. El relato de este anciano, que en su adolescencia resulta haber oficiado de amanuense de San Martín durante la campaña, ofrece la posibilidad de una mirada íntima. Y si bien en algún momento la película traiciona esa elección, entregando retazos de la intimidad del héroe (al despedirse de su mujer o padeciendo los dolores de una úlcera en la soledad de su tienda de mando), no alcanza para arruinar el recurso.
Aunque la figura del prócer se encuentra menos sacralizada, acorde a los tiempos que corren y lejos del pringoso patrioterismo de otras épocas, Revolución no puede evitar caer en escenas que buscan aprovechar ese espíritu, pero consigue evitar incómodas exaltaciones nacionalistas. En el camino se permite alguna lograda escena de proto-western, unas bien producidas secuencias de batalla, impactantes planos aéreos de los Andes y algunos toques de humor, que intentan darle dimensión humana al perfil de un hombre cristalizado en el bronce. El trabajo de Rodrigo de la Serna es importante en ese sentido, ya que aporta un buen abordaje de la figura –aun a pesar de la extraña música de un acento que es a medias español y criollo– y el elenco mayormente lo acompaña con justa eficiencia. Sobre el final, las historias de Corvalán y la del héroe confluyen para dejar en claro que la Historia no es monopolio de los jetones, sino que se levanta sobre las espaldas de hombres sin rostro, cuyas voluntades se ofrecieron a la causa de la patria, tal vez sin saber muy bien qué es exactamente una patria. Doscientos años después, la discusión sigue abierta.