SUEÑO DE LIBERTAD
Revolución. El Cruce de Los Andes forma parte de un proyecto cinematográfico de ocho títulos que homenajean a grandes personajes de la historia latinoamericana. Lejos del acartonamiento y los lugares comunes, la película construye una interesante mirada sobre una figura histórica y, a la vez, sobre la de un héroe olvidado.
Ya pasaron más de cuarenta años desde el estreno de El Santo de la espada (1970) de Leopoldo Torre Nilsson. Este film, de inevitable evocación cuando de cine histórico se trata, tuvo una popularidad gigantesca que formó –e impulsó- una larga serie de biopics de figuras históricas y momentos claves de nuestra historia. Pero el éxito del film fue directamente proporcional al desprecio que ha recibido la película desde el comentario de los expertos. Fue a partir de esa película que se crearon varios lugares comunes poco felices, que los críticos –los malos críticos- repiten como latiguillo. Entre ellos, el más común es comparar al film de Torre Nilsson con una reconstrucción de los hechos al estilo de la revista para chicos Billiken. Que un crítico argentino sea hoy capaz de repetir eso frente a un film como Revolución denigra a toda la profesión. Pero lo irónico es que, aunque lavado y mediocre, aquel film de Torre Nilsson (¿Los críticos lo han vuelto a ver? ¿Se tomaron el trabajo?) tenía elementos curiosos y personales. Sí, es verdad, naufragaba en situaciones acartonadas dignas de un trabajo didáctico de manual, y, luego, las escenas del Cruce eran particularmente pobres, a excepción de un brillante momento casi documental en el que caía por la ladera de una montaña parte del ejército. Pero lo más curioso del film radicaba en los instantes entre San Martín y Remedios de Escalada. Allí, ella era un arquetípico personaje de Nilsson, abrumado por un entorno opresivo y bordeando la locura, como las heroínas jóvenes de otros films del director. El film estaba basado en el libro de Ricardo Rojas, adaptado por, entre otros, por Ulyses Petit de Murat, guionista de La guerra gaucha, película cuya sobrevaloración ha ido mermando con los años. Este antecedente es imposible de no mencionar frente a cualquier producción que quiera narrar el Cruce de Los Andes, pero hasta acá han llegado las comparaciones. Porque Revolución es un film más ambicioso, mucho más sofisticado y lleno de hallazgos que lo colocan en un lugar completamente diferente.
Revolución. El Cruce de Los Andes, dirigida por Leandro Ipiña, con guión de él y Andrés Maino, es una nueva mirada sobre San Martín y su gigantesca epopeya en pos de un ideal de libertad. ¿Cómo se puede encarar un hecho tan conocido y protagonizado por el máximo prócer de nuestro país? Sin duda es difícil, sin duda todos serán más sanmartinianos que San Martín y las exposición a las críticas históricas será extrema. Sin embargo, Revolución hace lo mejor que puede hacer una película de estas características: jugar su propio juego, elegir su propio camino y buscar que sus temas no partan exclusivamente del rigor histórico, sino del sentido final de los hechos que la historia narra. Y así es que la película comienza con el relato de un anciano militar a un joven periodista. Punto de partida de muchos films, pero aquí, como ocurre con los buenos films, sirve para generar una metáfora final, un significado que será lo más emocionante de todo el film. La historia entonces no estará narrada desde San Martín, sino desde el punto de vista de uno de sus colaboradores. Ese anciano llamado Manuel Corvalán -un personaje ficticio- es entrevistado por un periodista que desea que le cuente algunas cosas sobre el General San Martín. Este viejo pobre, abandonado al recuerdo de viejas épocas gloriosas, es un personaje interesante por su condición de haber sido testigo de la historia grande y aun así haber quedado en el olvido. La idea del héroe olvidado es una clave que abre y cierra el film. El resto es la epopeya del Cruce, con la figura de ese héroe histórico que la película intenta mostrar tanto en su grandeza como en su humanidad. El paisaje incomparable de la Cordillera ayuda a transmitir esa grandeza. Sólo algunas cosas atentan un poco contra el film. Una cierta timidez en la dirección de actores, fuera del gran talento de Rodrigo De la Serna, que compone un carismático y complejo San Martín, los demás personajes parecen no tener la misma intensidad y plenitud. En algunas escenas de batalla también se percibe una falta de lucimiento de la puesta en escena. Aunque finalmente esto último se dé vuelta en el crudo clímax de Corvalán peleando cuerpo a cuerpo con un “realista”. Lo que, sin embargo, es imposible de reclamarle al film es que sea didáctico o infantil, porque no lo es en ningún momento de todo su metraje. Por ejemplo: no se explica que San Martín tiene una úlcera ni tampoco qué es lo que toma. Estos elementos muestran clara ausencia de intencionalidad didáctica y un genuino interés en confiar en la historia y en la inteligencia de los espectadores. Tampoco parece comparable a una representación de revista infantil la imagen de un niño empalado o la mirada desencantada sobre el campo de batalla. También hay toques de humor brillantes, como el momento en el que San Martín se pone de pie de golpe cuando le avisan que, contrario a lo que parecía, los ejércitos están llegando al punto de encuentro. En un instante recupera toda la fuerza que parecía perdida y la simpatía de los espectadores.
Siguiendo con el carisma del personaje de San Martín –extensión del carisma del actor- cada una de las escenas lo encuentra como una persona inteligente, apasionada, sufriendo físicamente, preocupado por las constantes traiciones, pero a la vez convencido de la gigantesca aventura que estaba llevando adelante. San Martín sigue siendo el máximo héroe de la historia argentina. Es un gran personaje cinematográfico, no una figura de bronce. El cine, un espacio tan rico para forjar imágenes que movilicen el imaginario popular, no había podido hasta ahora encontrar el rumbo para recrear su imagen, para mostrarlo creíble y a la vez inmenso. El cine argentino posterior al período clásico no ha sabido –o no ha querido- trabajar la figura del héroe. Revolución lo hace en dos niveles distintos: por un lado la figura del máximo prócer nacional y por el otro la de un héroe olvidado. Por eso la película termina con dos planos brillantes igualmente emocionantes. Por un lado la foto con la cara borrosa de Corvalán. Un anciano orgulloso de su participación en el Cruce, pero a la vez completamente alejado del afán de gloria. Él no ha sido un héroe “para la foto” y su rostro jamás será inmortalizado. Pero por el otro, la película le concede la inmortalidad y la grandeza a San Martín en un bello plano final digno de un héroe. Es un hallazgo de la película hacer convivir ambos finales, donde queda muy claro que detrás de la figura inmensa, de la historia grande, hay otra historia. La de aquellos que creyeron que la libertad era un valor lo suficientemente valioso como para arriesgar su vida y entregarlo todo por ella.