“Escorpiones y patriotas están atrás de cualquier piedra...”
Corre 1880 y Manuel Esteban de Corvalán recuerda frente a un periodista entre curioso e incrédulo los sucesos heroicos de los que fue protagonista junto al General San Martín hace poco más de 60 años. Su uniforme gastado y la austeridad de su cuarto podrían contar una historia de frustración pero este no es el caso. Entre copa y copa va apurar el relato de una pasión llamada libertad.
Flash back mediante, el tiempo regresa al día en el que un adolescente Corvalán desaira las órdenes de su padre y decide ponerse a disposición del Libertador como su amanuense. Corren tiempos en que el saber leer y escribir son un plus para cualquier sujeto y si es hijo de godos y decide defender el suelo que pisa, el plus es mucho mayor. He aquí una pequeña épica individual.
José de San Martín encarnado en un excelente Rodrigo de la Serna se dispone a cruzar la cordillera más alta y ardua del continente. Es mucho lo que dejará detrás de sí pero sin renuncia no hay héroe y entonces la gesta comienza de manos del relato del amanuense y a partir de ese momento todo se vuelve empatía en el espectador, no sólo por la organicidad de las actuaciones que de la Serna encabeza con una dignidad enorme, sino porque no hay afanes desmesurados ni en el guión ni en el modo de narrar esos sucesos. Lo que sí abunda es una factura que todo el tiempo desde el montaje, la fotografía y la música, muestra, exhibe y señala la dificultad sin grandilocuencia.
La verdadera dificultad de libertar un país, una zona, un continente, no acaece sólo en lo escarpado del terreno, ni en lo magro del abrigo de esos uniformes ni en la posible inferioridad numérica. Tampoco en actitudes estridentes ni basadas en un autoritarismo propio de un hombre de las fuerzas armadas. No, la dificultad se halla en la entraña misma de la traición, en la desconfianza ineludible porque es mucho lo que hay en juego, en la posible disparidad de fuerzas y por sobre todo porque creer que es posible es lo más difícil de creer y regar con entusiasmo a la tropa mucho más.
Revolución, el cruce los Andes, hace honor a su título no sólo porque es revolucionario querer acometer esa empresa de locos, sino porque su propia factura visual es revolucionaria. Muchas veces nos han mostrado a los héroes hermosamente acicalados, peinados, lustrados, opíparamente comidos como si en eso reposara la estatura de un héroe de una nación. Pero ocurre que después de haber corrido tanta agua debajo del puente, después de haber asistido a la caída de los héroes que no fueron, de los titanes de su propio beneficio, de la bochornosa masacre de Malvinas que nos hizo sentir perdedores a todos cuando el Estado ocultó como a leprosos a nuestros colosos de 18 o 20 años, recuperar una épica de un solo hecho, el cruce de los Andes, nos devuelve algo de lo mejor para atesorar.
En los años 70’ los colegios nos llevaban a ver “El Santo de la Espada” dirigida por Torre Nilson y adaptación de éste y Ulises Petit de Murat de la novela de Ricardo Rojas quién le puso ese apodo a San Martín. Aún recuerdo que Alfredo Alcón brillaba en esa película como un héroe inmaculado, casi un semidios.
Menciono este antecedente porque Revolución será proyectada masivamente e irá acompañada por un texto especialmente diseñado para una didáctica de la enseñanza de un retazo de nuestra Historia que se implementará en las escuelas con trabajos de discusión a cargo de docentes y alumnos. Hemos avanzado mucho y hoy es posible debatir con los jóvenes aquellos hechos que como relatos nos constituyen como Nación pero son pasibles de ser articulados en torno a otras cuestiones históricas conexas que es necesario aprehender y no de memoria, aprehender para comprender.
Este es un excelente film para pensar en cómo un hecho casi fantástico en esa época y en esas condiciones, funda o re funda un punto de apoyo para pensar cómo, tanto en la memoria del amanuense Corvalán que guarda celosamente una libreta del Libertador, como en la memoria que podemos re construir, existe una posibilidad cierta de sentir que una patria es la suma de voluntades y traiciones, de héroes y cobardes, de verdades y mentiras (hoy a la orden del día en muchos medios) y por sobre todo de hombres cuya simplicidad sólo dispara destellos de heroísmo cuando los tiempos ameritan esos gestos.
Ipiña con su acertada dirección logra mixturar en acertadas dosis todos los elementos cinematográficos logrando una película sólida y atractiva. Las imágenes por sí solas conforman un relato que por momentos puede prescindir de otros signos logrando captar lo esencial de cada segmento. Rodrigo de la Serna, en un comprometido trabajo actoral, aporta características de su personalidad al personaje que lo hacen más cercano a lo humano que al bronce. Logradas actuaciones en general entre las que se destacan las de León Dogodny (Corvalán-adulto)y Juan Ciancio (Corvalán-niño) entre otros.
5 años de investigaciones, 4 meses de preproducción, 6 meses de postproducción, 45 días de rodaje, 500 extras, 225 personas haciendo la producción, más de 300 caballos, mulas y vacas, 1000 kilos de pólvora para 40 fusiles y otras armas, un cuidadoso vestuario que muestra puños de camisa sucios por el combate y las condiciones topográficas del cruce, una confección carente de lujo resultado de una suma de voluntades que creyeron en la gesta, coronan un film que apela al realismo sólo en los pequeños y numerosos detalles que construyen su narración visual y acierta a mostrar seres posibles sin la pretensión de encumbrarlos antes de sus acciones.
Sin grandilocuencias, estridencias ni discursos de una retórica rebuscada que una tropa no entendería y los interlocutores de hoy considerarían de una solemnidad irreal, hay un “Viva la Patria” que para muchos sigue teniendo el mismo significado y no necesita explicación ni debate, sólo y nada más que quien lo diga soporte un archivo.
Todos los pueblos necesitan una épica, no importa si enorme o pequeña. Recuerdo ahora el escándalo de Seva (1984), el relato de Luis López Nieves que durante unos días hizo que los habitantes de Puerto Rico creyeran que de verdad habían resistido la invasión norteamericana hasta casi salir airosos. Fue muy dificultoso hacerles comprender que ese verosímil era sólo un constructo ficcional y que esa épica heroica no estaba ni estaría nunca inscripta en los anales de su Historia, porque nunca había ocurrido. Pero la creencia no obedecía a la imposibilidad del pacto que el lector entabla con una ficción, la creencia residía en la necesidad de una épica. Nosotros la tenemos y ella con sus imágenes de picos inalcanzables, con el perfil de un General como San Martín junto a sus soldados convencidos y también con sus traidores, nos permite hacer pié en un pasado en el que la palabra tenía un correlato en la acción y era capaz de proyectar futuro. Proyectemos futuro desde esa Historia que nos merecemos mucho más que las iniquidades de la década pasada.