Punto para el cine
King Richard, la película recién estrenada y acá penosamente titulada El Rey Richard: una familia ganadora, es una muestra de que, quizás, Hollywood esté empezando a entender mejor -y con mayor beneficio para los espectadores- cómo sobrevivir a los tiempos que corren sin disolverse del todo en el intento.
La ceremonia de los Oscars lleva transitados unos cuantos años de “desespectacularización” progresiva, cada vez con mayor presencia de cine compungido y “comprometido”, cada vez con menos estrellas que se molestan en ir, cada vez más atada al mandato de una diversidad exhibida sin demasiada convicción y con aún menor cantidad de gracia, y cada vez con más gente y más instituciones y más corporaciones con cara de pedir perdón por un montón de cosas a la vez. La última edición, la de 2021, el punto más bajo de los Oscar, debe haber encendido unas cuantas alarmas: la “gran ganadora” Nomadland (link) es no solamente un producto más artero y empaquetado que la más cínica superproducción basada en una marca previa blindada. Además, su lugar destacado representa todo un riesgo para la máquina industrial del cine y del espectáculo de los premios.
Pero ahora -quizás como reacción, quizás simplemente porque el cine sigue- empieza a haber señales de alguna clase de resurgimiento, alguna clase de recuperación, por ejemplo con una película como King Richard, dirigida por Reinaldo Marcus Green. Dentro de algunos meses Will Smith ganará -y nada injustamente- el Oscar o estará muy cerca de lograrlo, y la película seguramente tenga unas cuantas nominaciones más. Y no estará mal: King Richard es una película que filma el tenis como casi ninguna otra en la historia del cine. Lo hace de forma espectacularmente precisa, contundente y comprensible en el juego y en la emoción y tensión que conlleva. King Richard tiene dieciséis productores, y si solamente el 25% de esa lista está presente en la ceremonia de 2022 los Oscars ya habrán recuperado buena parte de su ahora casi extinto glamour, de su interés, de su poder de venta y de su espectacularidad. Uno de los productores es el propio Will Smith, y otra es la actriz (y esposa de Smith) Jada Pinkett Smith. Y hay dos productoras más, insoslayables, en la lista: Venus Williams y Serena Williams. Las dos tenistas, de las mejores de la historia de este deporte -hay muy sólidos argumentos para sostener que Serena ha sido sencillamente la más grande- fueron las primeras jugadoras negras en llegar al número uno del mundo, entre muchos otros logros legendarios y cercanos en el tiempo. Parte de la historia de ambas, de su familia y principalmente de su padre Richard es la base de King Richard, relato de educación vital y deportiva, biografía de un hombre extraordinario, obstinado, terco y con un porcentaje de acierto en su visión que conmueve, deslumbra y hasta asusta. El señor Richard, y esto está abrumadoramente documentado, diseñó una vida de éxito en el tenis para dos de sus hijas que se cumplió con un nivel de concreción que, de haberse pensado como punto de partida de una ficción no basada en hechos reales se habría descartado inmediatamente como inverosímil. King Richard es una película fluida, seguidora respetuosa de recursos narrativos probados y sedimentados durante décadas, sobria en su decisión de seguir sus temas con claridad (a veces, sí, con algunos diálogos reforzados que asoman un poco didácticos para subrayar innecesariamente la importancia del significado de los hechos narrados). Y además de todo eso es una película que nos recuerda y le recuerda a Hollywood una sabiduría elemental: el cine puede contar todas las historias, también y sobre todo aquellas que pueden entender y nutrirse del aire de los tiempos, y hasta beneficiarse de ellos sin negar los poderes, placeres y emociones de este arte, de esta industria, de este vehículo potenciador de leyendas basadas en realidades y en fantasías, y en fantasías y en sueños que se convierten en realidades.