Sinceridad ante todo.
Ricardo Bär propone desde el comienzo un doble registro; el documental y la ficción se unen taxativamente borrando esa línea fronteriza, a veces, ambigua. La unión no se genera al estilo de Luis Ortega con Dromómanos y sus personajes reales que dramatizan sus vivencias, o Prividera y su experimental Tierra de los Padres. Acá el doble registro es explícito: por un lado Ricardo actúa su rutina diaria en la chacra de sus padres y sus actividades en la iglesia, y, por el otro, los directores narran en voice over sus conflictos con el rodaje y con los habitantes de Aurora, pueblo natal del protagonista donde se desarrolla la acción.
El Aurora que nos muestran los directores está prácticamente poblado por bautistas descendientes de alemanes que hablan portuñol. Un pueblito conservador de Misiones que quiere echar a los cineastas forasteros porque toman birra al lado de la iglesia. Y que los directores nos cuenten eso es parte de la sinceridad con la que está hecha la película; de hecho se articula entera alrededor de la sinceridad. El comienzo es una puesta en escena de la reacción del protagonista ante el ofrecimiento de los directores (una beca para que estudie en Buenos Aires) para que, a cambio, acepte trabajar en el film.
A partir de allí, vemos a Ricardo actuar su vida, sus labores de chacarero, sus oraciones, sus ganas de ser pastor; y, a su vez, escuchamos a los directores que le dan un giro dramático a tanta contemplación. Hay momentos visuales fenomenales de la mano del gran trabajo del director de fotografía Lucas Gaynor, así como hay escenas exasperantes e intrascendentes, como la de Ricardo conociendo el dispenser de agua del centro de estudios en Buenos Aires. Pero en definitiva, más allá de los altibajos por exceso de confianza en la contemplación de la cotidianidad y de algunas escenas estiradas por demás, la apuesta es bienvenida.