Dos exposiciones, dos películas
En el particular film que es Ricardo Bär conviven dos películas, dos abordajes narrativos y estéticos, que ponen en crisis la carátula simple que se le podría dar como “documental”, y también la de “ficción”. Ambas se entrelazan permanentemente, aunque sólo una funciona e impacta al espectador de la manera adecuada.
La primera es la historia del personaje del título, la de ese joven de 22 años que parece tener un futuro previsible, simple, incluso cómodo, ya que le espera como herencia la chacra donde vive con su familia en Misiones. Pero él quiere ser pastor, viaja varios kilómetros en pos de su formación y estudia aplicadamente en pos de su independencia, con el objetivo de formar su propio destino. Esa colisión no resuelta entre el deber ser familiar y el querer ser que viene desde el lado de la vocación -alimentado también por un deber ser religioso- se potencia a partir de la chance que aparece cuando los realizadores de la película le consiguen una beca para estudiar en Buenos Aires. El conflicto que atraviesa Ricardo es de carácter universal, el film lo entiende rápidamente y es capaz de dejar que intervengan las particularidades propias del caso: allí también entran en juego las reglas y valores de una comunidad que, en el medio de la selva misionera, sigue recordando y aferrándose a su ascendencia alemana, pero permitiendo a la vez la entrada del portuñol, es decir, de un contexto regional donde tampoco las fronteras son tan sólidas y lineales. Con una cámara que contempla a su protagonista, a las personas que lo rodean y al lugar en que vive -con sus rutinas y tradiciones distintivas- Ricardo Bär es allí una película que se hace permanentemente preguntas sobre esa relación de retroalimentación entre individuo y sociedad. Y esos interrogantes que surgen son enriquecedores porque nacen desde la misma imagen, de una puesta en escena que acciona como fluido marco para lo que se ve y escucha, pero también para lo que no se ve y no se escucha.
La segunda película es la historia del rodaje, o más bien la de los realizadores tratando de hacer confluir sus objetivos con los pedidos y reticencias no sólo de la comunidad donde se encuentran filmando, sino también del propio Ricardo, quien no termina de encontrarse cómodo en su rol de protagonista central de un proyecto cinematográfico. A pesar del potencial que ofrece este eje narrativo, no termina de encajar adecuadamente dentro del esquema global del film. Se ven las intenciones por parte de los directores, Gerardo Naumann y Nele Wohlatz, de problematizar las distancias -y también cercanías- entre ellos como sujetos que registran desde un punto de vista determinado, con un recorte particular de la mirada, y el objeto espacio-temporal al cual observan, haciendo hincapié en cómo lo que se mira pasa a ser inevitablemente modificado por quien lo está mirando. Sin embargo, ese manto que se corre, esa exposición por parte de los cineastas, no llega a tener la potencia que sí tiene la apertura de Ricardo. Quizás se deba a que este último queda casi desnudo frente a la mirada del espectador: asistimos a sus idas y vueltas, a sus dudas, a sus dilemas y, principalmente, vemos su cuerpo y rostro expresándolas. En cambio, por más que Naumann y Wohlatz hagan un atendible esfuerzo por abrirse frente a los ojos del público, por revelar las dificultades e inseguridades que atravesaron en el proceso fílmico, no dejan de estar en un seguro fuera de campo, contando y diciendo lo que ellos eligen contar y decir.
Aún así, con sus virtudes y defectos, Ricardo Bär no deja de ser una obra compleja, que elude, al igual que su protagonista, los caminos más fáciles. En el hecho de adoptar como título el nombre de su protagonista, enalteciendo su identidad, hay un gesto valiente que se transmite a toda su narrativa y que se agradece.