La música del azar.
La variedad de intereses de Ricardo Becher encuentra su reflejo en las figuras que aparecen en la película que lo tiene como homenajeado. Escritores, músicos, cineastas, actores, productores: Becher ejerció en algún momento de todo eso y las amistades del director a las que vemos pasar por la película nos traen un fragmento de información sobre su desempeño en esas actividades. Becher es múltiple: el hombre está grande y reside en una casa de retiro para viejos pero, por alguna razón, sigue operando, su voz se escucha, sus textos se leen. Es solo el cuerpo el que se herrumbra y sufre achaques, parece decir; el que se demora y a su pesar se dobla bajo el yugo de los años acumulados. En cambio, una luz incandescente insiste con su brillo, incansable, en alguna parte. Ricardo Becher: la recta final, el homenaje de Tomás Lipgot a su maestro en la Universidad del cine, es el retrato de un aventurero. Un verdadero dandy de la escasez, que gusta de intercambiar palabras en inglés con su amor de toda la vida (José Campitelli, el Negro tantas veces mencionado en su novela La séptima década) y cuyos lujos se limitan ahora a un café con leche en el bar de la esquina y a breves paseos por los alrededores acompañado de sus amigos.
La escena del diálogo con Javier Martínez es elocuente a la hora de ilustrar la heterodoxia del cineasta. Si la película de Lipgot parece una excusa para la charla más o menos azarosa, para la melodía común cocida al calor de la amistad y el cariño que se despliega en cafés compartidos, lecturas y salidas en auto, el encuentro entre el retratado y el legendario cantante al frente de Manal termina de establecer el carácter de templada aunque insobornable vitalidad de Becher. “Fijate en la música de moda, por ejemplo, en el rap: ¡es terrible eso, es la decadencia!”, dice Martínez. “No, mirá, no generalicemos. Están los Beastie Boys, Public Enemy…”, le retruca con seriedad, pausadamente, el hombre de ochenta años que vive en un geriátrico. “No, no, es la decadencia”, vuelve Martínez. En ese momento están autorizadas las risas, claro, porque la escena constituye casi un sketch, pero lo que se advierte con nitidez es que Becher está atravesado por una curiosidad inclaudicable, aquella que es capaz de llevarlo de Schöenberg y sus desvelos dodecafónicos hasta la introducción de la canción Sweet Child of Mine, que escucha extasiado durante un viaje en auto en una de las más hermosas escenas del cine argentino reciente.
No hay lamento ni autoconmiseración en la actitud de Becher ante la posibilidad de una muerte cercana. Acorde con ello, el registro de Lipgot toma la forma de una celebración en la que el principal oficiante se encarga de irradiar el tono general: el hombre parece tener en su poder la piedra filosofal y con ella transforma la tristeza en oro. Pero no se trata tampoco de mostrarse como un viejito piola, ese peligro siempre latente, como alguien que atisba oportunamente el fin y a quien se lo ve ansioso por congraciarse provisoriamente con los jóvenes antes del último adiós. Más bien, el director de Tiro de gracia es un conspirador pertinaz, que no está dispuesto a ceder un ápice a la condescendencia ni al compromiso de ocasión. Porque Becher parece arreglárselas para que su tiempo no sea el que se fue, sino todo el tiempo, todos los tiempos. Becher es un hijo perdido de la Beat Generation, un pájaro zen cuyo vuelo recorre sereno y ligero el paso de los días.
Lipgot fragmenta continuamente su película y encuentra para ella una impronta musical sincopada, cortante, un hervidero de tambores negros con el que Buenos Aires se vuelve una imagen mental de ese sujeto que resiste, rodeado del calor nocturno de su tribu. Casi todos los testimoniantes se refieren en algún momento al carácter comunitario de los proyectos cinematográficos del cineasta, y en general, de las conversaciones que la película exhibe se desprende la vocación eterna de Becher para crear familias, facciones, grupos en los que sus miembros se ven transfigurados, vueltos distintos a como eran antes de pasar a conformarlos. En ese sentido, el triunfo secreto de la película podría ser el de ir decantando su materia hacia un terreno autoral indiscernible que se rubrica con una pregunta apasionante: cuál cosa es de Lipgot y cuál de Becher. Lipgot aparece como un alumno aventajado de Becher, pero, a la vez, el influjo del maestro es tan grande, tan poderosa su capacidad de influencia, que más de una vez las aguas parecen superponerse amorosamente y conformar un territorio cuya neutralidad se impone, no contrariada sino, casi, estallando de júbilo: una auténtica “zona Becher” en la que el hechicero hace circular el conocimiento del que todos terminan bebiendo por igual a la luz danzante de las llamas. Es que parte del gesto fascinante de Lipgot es el de dejarse arrasar por el objeto de su película: en Ricardo Becher: recta final está presente el nombre de Becher desde el título; luego su rostro, sus palabras, sus textos escandalosamente poéticos; su filosofía disidente, sus gustos, sus seres queridos, sus películas (se puede ver allí, creo que completo, su corto Crimen, que tanto incomodó al falso progresismo de la década del sesenta que recién comenzaba cuando se estrenó). Por lo que la película de Lipgot termina siendo también una porción de esa galaxia a la que se rinde tributo y de la que Becher parece operar como sereno demiurgo. Como en ese momento clave, cuando el que da su testimonio es el director Paulo Pécora y Becher termina prácticamente dictándole desde el fondo del plano, en una toma muy bella, una palabra que el otro no acertaba a encontrar. Discípulos y maestro son uno, en la película: se funden todo el tiempo. La palabra debe transitar, no importa tanto quién la pone primero en movimiento. Las ideas recorren a los miembros de la cofradía, se trasforman. Están en el aire, esas ideas, a merced del azar. Solo resta saber captarlas. Y después ofrecerlas.
Sos un aventurero Navegás los mares Subís al Himalaya Buscando la verdad y la belleza en su estado natural Lou Reed, Adventurer