Al maestro, con cariño Director, guionista, músico, escritor y -antes que nada- maestro de varias generaciones de cineastas y cinéfilos, Ricardo Becher encuentra en este documental de Tomás Lipgot el homenaje que se merece (en vida). Ya casi octogenario, bastante enfermo, instalado en un geriátrico, este verdadero patriarca del cine experimental y figura clave del cine de los años ’60 repasa su carrera, su vida, sus anécdotas y su visión (espiritual) del mundo, mientras amigos y discípulos lo acompañan en este viaje fílmico que incluye imágenes de sus cortos, de sus largos y hasta de sus trabajos publicitarios, campo en el que también fue una figura de primera línea. El Instituto Di Tella y los Beatniks, Pasolini, Torre Nilsson y Fellini, Manal, Guns n’ Roses y Tom Waits, el Photoshop y la tecnología digital se combinan en los recuerdos, las referencias y las viñetas que Lipgot ofrece en los 70 minutos de esta película-homenaje-testamento. Provocador y “abre-cabezas”, gay y libertario, Becher expone su amor devocional por su pareja de siempre (el bailarín José Campitelli), habla de literatura (tiene una decena de novelas publicadas), plantea los lineamientos del movimiento técnico/estético/narrativo que fundó con sus alumnos (el neoexpresionismo digital), y recuerda junto a Javier Martínez (coprotagonista y compositor de la música) la experiencia heroica de la hoy fundamental e influyente Tiro de gracia (1969), obra desafiante y censurada, adelantada a su época, una suerte de película-rock sobre increíbles lúmpenes de bar al que el productor Aníbal Esmoris define como “con cosas de Tarantino antes de que Tarantino hubiese nacido”. Apreciar fragmentos de Herencia, Racconto, Herencia, de la apuntada Tiro de gracia o de la reciente El Gauchito Gil, la sangre inocente permite acceder a una obra contracorriente, “liberadora y sin cálculo, concebida contra toda ortodoxia”, como la define Fernando Martín Peña, uno de sus tantos alumnos, al igual que Paulo Pécora. También aparecen por allí otros testimonios, como el del DF Chango Monti, compañero de rutas también en la publicidad, donde Becher llegó a ganar el Grand Prix en Cannes 1969. Quizás ciertos momentos de la narración en off (el director no oculta que fueron escritos y grabados por el propio Becher) suenan un poco artificiales y altisonantes, pero aún con algunos excesos o ciertas elementalidades en el armado y en la presentaición de los testimonios, Ricardo Becher: Recta final surge como un documental insoslayable para los cinéfilos argentinos, una excelente manera de reivindicar y -para no pocos- descubrir a una figura fundamental de la escena argentina de los últimos 50 años.
Basado en su propia experiencia como alumno y en testimonios de quienes compartieron desde diferentes lugares y en distintos momentos la carrera del cineasta Ricardo Becher, Tomás Lipgot rescata en este documental el trabajo de quien fuera su maestro. Con casi ochenta años a cuestas, el cineasta fundador del Neo expresionismo Digital –NeD- recuerda junto a sus afectos anécdotas y trabajos cinematográficos que marcaron su camino y dejaron muchos discípulos. El film lleva el mismo nombre de la novela (una de las tantas en su haber) que Becher está a punto de terminar en la actualidad. Con una estructura dinámica, se alternan testimonios del propio maestro, de su pareja, sus alumnos, compañeros y amigos con inserts de la propia obra de Becher (entre otros Tiro de gracia, El Gauchito Gil, la sangre inocente). Las conversaciones que el protagonista mantiene con todos los que lo rodean descubren una personalidad creativa, inquieta, inquisidora y productiva. Recta Final es interesante por el valor que el film encierra en sí mismo como documento único que mantendrá vivos tanto el legado como el espíritu de un hombre que no solamente dedica sus días al arte, tanto desde la escritura como desde el lenguaje cinematográfico, sino que además se preocupa por transmitir sus ideas y experiencias. Como en Fortalezas, el director deja bien claro que le interesa sacar a relucir la parte más humana de los personajes que aborda. Pero por otro lado y aunque todo esto tenga su propio peso, es cierto que la película es monótona para quienes no forman parte de esa comunidad particular que es la de directores, técnicos y guionistas. Poco uso hay en el film de recursos –más allá de los mencionados inserts- que permitan una apreciación más animada y amena; el resultado: una muy noble intención y una buena idea la de poner en valor una personalidad tan interesante como la de Beher. Sin embargo, aburre.
Ricardo Becher, recobrado en el cine A fines de la década del 60, un visionario grupo de directores intentó impulsar un movimiento político y estético que muy pronto configuraría una nueva visión de la cinematografía argentina. Entre ellos estaba Ricardo Becher, un estudiante de música y de arquitectura que se vinculó a la pantalla grande a través del documental Análisis de una feria modelo y que luego fue ayudante de Leopoldo Torre Nilsson. Sus films Racconto , Tiro de gracia y El gauchito Gil, la sangre inocente lo colocaron en la vanguardia de aquel movimiento, que le daba un aire nuevo a un adocenado ciclo fílmico nacional y se convirtió en un icono para generaciones posteriores de realizadores. Ahora, a sus 80 años e internado en un geriátrico, Becher es rescatado por el director Tomás Lipgot en este documental que retrata el presente del cineasta al mismo tiempo que repasa su historia, se detiene en su relación con su amigo el bailarín José Campitelli y capta las opiniones de algunos de sus colaboradores y alumnos. A través de diálogos cotidianos, Becher va surgiendo del olvido con fragmentos de sus películas y de opiniones de importantes críticos de nuestro medio que lo conocieron en su esplendor. Este documental queda como un merecido homenaje a uno de los realizadores más importantes y menos reconocidos de nuestro medio, que escapa a cualquier visión fúnebre para celebrar la vitalidad y la vigencia de esa personalidad tan rebelde como liberadora. Una cámara ansiosa por captar tanto el rostro de Becher con sus gruesos anteojos y su encanecida barba como sus paseos por las calles porteñas imprime una fuerte emoción a este film que es, sin duda, y tal como él mismo lo dice, una especie de testamento dedicado a las nuevas generaciones de realizadores que tienen en él a un maestro singular y a un hombre que afrontó con firmeza los más crudos embates de la vida.
La música del azar. La variedad de intereses de Ricardo Becher encuentra su reflejo en las figuras que aparecen en la película que lo tiene como homenajeado. Escritores, músicos, cineastas, actores, productores: Becher ejerció en algún momento de todo eso y las amistades del director a las que vemos pasar por la película nos traen un fragmento de información sobre su desempeño en esas actividades. Becher es múltiple: el hombre está grande y reside en una casa de retiro para viejos pero, por alguna razón, sigue operando, su voz se escucha, sus textos se leen. Es solo el cuerpo el que se herrumbra y sufre achaques, parece decir; el que se demora y a su pesar se dobla bajo el yugo de los años acumulados. En cambio, una luz incandescente insiste con su brillo, incansable, en alguna parte. Ricardo Becher: la recta final, el homenaje de Tomás Lipgot a su maestro en la Universidad del cine, es el retrato de un aventurero. Un verdadero dandy de la escasez, que gusta de intercambiar palabras en inglés con su amor de toda la vida (José Campitelli, el Negro tantas veces mencionado en su novela La séptima década) y cuyos lujos se limitan ahora a un café con leche en el bar de la esquina y a breves paseos por los alrededores acompañado de sus amigos. La escena del diálogo con Javier Martínez es elocuente a la hora de ilustrar la heterodoxia del cineasta. Si la película de Lipgot parece una excusa para la charla más o menos azarosa, para la melodía común cocida al calor de la amistad y el cariño que se despliega en cafés compartidos, lecturas y salidas en auto, el encuentro entre el retratado y el legendario cantante al frente de Manal termina de establecer el carácter de templada aunque insobornable vitalidad de Becher. “Fijate en la música de moda, por ejemplo, en el rap: ¡es terrible eso, es la decadencia!”, dice Martínez. “No, mirá, no generalicemos. Están los Beastie Boys, Public Enemy…”, le retruca con seriedad, pausadamente, el hombre de ochenta años que vive en un geriátrico. “No, no, es la decadencia”, vuelve Martínez. En ese momento están autorizadas las risas, claro, porque la escena constituye casi un sketch, pero lo que se advierte con nitidez es que Becher está atravesado por una curiosidad inclaudicable, aquella que es capaz de llevarlo de Schöenberg y sus desvelos dodecafónicos hasta la introducción de la canción Sweet Child of Mine, que escucha extasiado durante un viaje en auto en una de las más hermosas escenas del cine argentino reciente. No hay lamento ni autoconmiseración en la actitud de Becher ante la posibilidad de una muerte cercana. Acorde con ello, el registro de Lipgot toma la forma de una celebración en la que el principal oficiante se encarga de irradiar el tono general: el hombre parece tener en su poder la piedra filosofal y con ella transforma la tristeza en oro. Pero no se trata tampoco de mostrarse como un viejito piola, ese peligro siempre latente, como alguien que atisba oportunamente el fin y a quien se lo ve ansioso por congraciarse provisoriamente con los jóvenes antes del último adiós. Más bien, el director de Tiro de gracia es un conspirador pertinaz, que no está dispuesto a ceder un ápice a la condescendencia ni al compromiso de ocasión. Porque Becher parece arreglárselas para que su tiempo no sea el que se fue, sino todo el tiempo, todos los tiempos. Becher es un hijo perdido de la Beat Generation, un pájaro zen cuyo vuelo recorre sereno y ligero el paso de los días. Lipgot fragmenta continuamente su película y encuentra para ella una impronta musical sincopada, cortante, un hervidero de tambores negros con el que Buenos Aires se vuelve una imagen mental de ese sujeto que resiste, rodeado del calor nocturno de su tribu. Casi todos los testimoniantes se refieren en algún momento al carácter comunitario de los proyectos cinematográficos del cineasta, y en general, de las conversaciones que la película exhibe se desprende la vocación eterna de Becher para crear familias, facciones, grupos en los que sus miembros se ven transfigurados, vueltos distintos a como eran antes de pasar a conformarlos. En ese sentido, el triunfo secreto de la película podría ser el de ir decantando su materia hacia un terreno autoral indiscernible que se rubrica con una pregunta apasionante: cuál cosa es de Lipgot y cuál de Becher. Lipgot aparece como un alumno aventajado de Becher, pero, a la vez, el influjo del maestro es tan grande, tan poderosa su capacidad de influencia, que más de una vez las aguas parecen superponerse amorosamente y conformar un territorio cuya neutralidad se impone, no contrariada sino, casi, estallando de júbilo: una auténtica “zona Becher” en la que el hechicero hace circular el conocimiento del que todos terminan bebiendo por igual a la luz danzante de las llamas. Es que parte del gesto fascinante de Lipgot es el de dejarse arrasar por el objeto de su película: en Ricardo Becher: recta final está presente el nombre de Becher desde el título; luego su rostro, sus palabras, sus textos escandalosamente poéticos; su filosofía disidente, sus gustos, sus seres queridos, sus películas (se puede ver allí, creo que completo, su corto Crimen, que tanto incomodó al falso progresismo de la década del sesenta que recién comenzaba cuando se estrenó). Por lo que la película de Lipgot termina siendo también una porción de esa galaxia a la que se rinde tributo y de la que Becher parece operar como sereno demiurgo. Como en ese momento clave, cuando el que da su testimonio es el director Paulo Pécora y Becher termina prácticamente dictándole desde el fondo del plano, en una toma muy bella, una palabra que el otro no acertaba a encontrar. Discípulos y maestro son uno, en la película: se funden todo el tiempo. La palabra debe transitar, no importa tanto quién la pone primero en movimiento. Las ideas recorren a los miembros de la cofradía, se trasforman. Están en el aire, esas ideas, a merced del azar. Solo resta saber captarlas. Y después ofrecerlas. Sos un aventurero Navegás los mares Subís al Himalaya Buscando la verdad y la belleza en su estado natural Lou Reed, Adventurer