A esta altura no debería sorprender que Meryl Streep puede hacer lo que se le antoja, incluso colgarse una guitarra y cantar (muy bien) temas de Tom Petty o Bruce Springsteen. Y ese es uno de los encantos de “Ricki and The Flash”, y no muchos más. Detrás de cámara está Jonathan Demme (“Stop Making Sense”, “El silencio de los inocentes”), un tanto lejos de sus días de gloria, y el guión es de Diablo Cody, que tuvo sus 15 minutos con “La joven vida de Juno”. La historia se centra en Ricki Rendazzo, una mujer de unos 60 años que dejó a su marido y sus hijos pequeños décadas atrás para cumplir su sueño de estrella de rock. El sueño nunca se cumplió y ahora esta rocker obstinada toca en un bar con su banda y se gana la vida como cajera en un supermercado. Los problemas empiezan cuando su ex la llama en busca de ayuda para su hija Julie (interpretada por la hija de Streep en la vida real), que está hundida en una depresión. A partir de ahí la película juega con los mundos opuestos de esta rockera veterana que le da al trago, la comida chatarra y votó a Bush, y su familia de burgueses progres que profesan la vida sana. Jonathan Demme evita caer en el melodrama en ese reencuentro de madre e hijos, y se inclina por un tono liviano y algo burlón, que afortunadamente no subraya los estereotipos y lugares comunes del guión. También se toma su tiempo para mostrar a Ricki y su banda, que tocan de verdad. En esos momentos de música en vivo, la película parece decir algo más que en su moraleja final y previsible de rock y redención.