Deja que haya rock, pero hasta ahí nomás
Protagonizada por Meryl Streep en el papel de una veterana rockera, la película de Demme se ubica en el "subgénero" de films livianos y divertidos, con una digna banda de sonido.
La tarea no es fácil frente Ricky & The Flash debido a que las virtudes de la película –que las tiene- podrían caer en el exceso sin fundamento. Un director competente como Jonathan Demme (El silencio de los inocentes y Totalmente salvaje a la cabeza de sus mejores títulos), una actriz archifamosa lejos de sus roles serios y solemnes (aunque el recuerdo del desastre de Mamma mía hubiera sugerido un retorno a las fuentes), una historia rockera pero fusionada a la descripción de una familia disfuncional, un par de secundarios curiosos (el músico Rick Springfield y Mamie Gummer, hija de Meryl Streep), una banda de sonido original bastante pasable y un cóctel explosivo pero licuado con un alto porcentaje de gaseosa light. Ingredientes parecidos tenía la sobrevalorada Escuela de rock de Richard Linklater y su simplista visión de la música en relación a que cualquier nenito con complejos puede tocar un instrumento para delicia de los fans (y papás). Es decir, Ricky & The Flash y Escuela de rock pertenecen a la misma costura fílmico-rockera: películas livianas, simpáticas, divertidas, con directores más que profesionales tras las cámaras e intérpretes de importante ego y peso dramático. Demme hace lo que puede con las idas y vueltas del guión de Diablo Cody (La vida de Juno, Adultos y jóvenes) que describe la atolondrada existencia de Ricki (Streep), feliz en su nube de rock star al borde de los 60 años y que se ve obligada a retornar al rebaño familiar debido a la separación de pareja de su hija (Gummer, también vástago ficcional). Demme narra con elegancia, esquivando con dificultades los lugares comunes del guión, aferrándose a un personaje femenino fuerte que aplasta al resto, no solo por la actuación de Streep sino también porque el texto omite un mejor desarrollo del entorno de la protagonista. Cuando la película está a un paso de caer en esa zona pantanosa y sin retorno del medio televisivo donde el rock es responsable de todos los males en el mundo, y ya agotados los chistes verbales de inmediato impacto (a cargo del ex marido de Ricki, encarnado por Kevin Kline), la historia vuelve a ubicarse en un bar, en un escenario improvisado, en la guitarra de Springfield y en la voz de la primera actriz, el principal sostén de la trama.
Acaso el gran triunfo de Demme haya sido sortear el aspecto sensiblero que preanunciaba la historia. Y, tal vez, la principal derrota del director de Filadelfia, tenga relación con su propia incapacidad por no ir más allá de un guión convencional al que solo le gana la pulseada la presencia de una actriz que, desde hace tiempo, hasta puede aminorar cualquier desastre cinematográfico.