En Ricki and The Flash: entre la fama y la familia, Meryl Streep interpreta a una cantante de rock que eligió en el pasado seguir su vocación a expensas de sus “obligaciones” maternas. Sus tres hijos quedaron alguna vez al cuidado de su padre y de su nueva mujer. La decepción amorosa de su única hija hará que la rockera, quien toca en un bar en las noches con su banda mientras trabaja durante el día en un supermercado para ricos, viaje a visitarla, lo que implica un reencuentro con todos sus hijos y su exmarido. Streep de rockera conservadora es convincente, pero lo mejor de esta sospechosa utopía americana a escala familiar, en la que el rock opera como un neutralizador de las diferencias de clase, recae en los personajes secundarios de la banda, que incluyen a Rick Springfield en el papel de amante y guitarrista. Cuando aparecen, la película respira y la fórmula que la estructura se debilita. El viejo realizador Jonathan Demme (El silencio de los inocentes) destila cierta elegancia en el registro, como se puede ver en algunos travellings lentos hacia delante para seguir ciertas escenas, algo que se puede percibir en la mejor secuencia de la película, cuando Streep canta un tema acompañándose con su guitarra mientras su hija y el padre escuchan y reviven indirectamente viejos tiempos familiares. Como suele suceder en este tipo de películas, una fiesta de casamiento es el escenario en el que la reconciliación absoluta entre todos los miembros de la familia tiene lugar, secuencia obligada que marca los límites de las propuestas de esta naturaleza. Es uno de los mejores trabajos de la actriz, principalmente por la liviandad que transmite, condición que delimita cualquier performance física y gestual para demostrar profundidades psicológicas y piruetas anímicas existenciales. Como pasaba en Los puentes de Madison, la vida ordinaria le sienta bien a la dama de los Óscars, que suele siempre enfatizar sus proezas dramáticas frente a cámara desconociendo la virtud de la discreción.