Dichosos aquellos que se acerquen a esta película sin saber absolutamente nada sobre su argumento. Yo lo ignoraba todo y la disfruté mucho. Los medios han revelado demasiado, así que les sugiero leer lo que sigue sólo después de haber visto el film.
La historia que narra Ricky podría ser un sueño. Ese hueco que necesitamos cavar en la realidad para no morir aplastados. Un delirio, un desesperado mentís a lo rutinario de la vida. Katie (Alexandra Lamy) ya no soporta el día a día, por eso en la primera escena la vemos pedir auxilio con su rostro cansado, los ojos suplicantes. Katie llora como nunca, porque no puede pagar el alquiler ni seguir cuidando a sus hijos. Recién después comienza el relato lineal, concreto, sin remisiones a esa escena inicial. ¿Por qué arrancar con ese prólogo, entonces? Probablemente para que lo olvidemos a los pocos segundos. Para que nos desconcertemos aún más con lo que está por venir. Así es François Ozon. Juguetón. Astuto. Goza al vernos encerrados en la disyuntiva: o lo creemos un farsante, o nos convence para que indaguemos un poco más allá.
En varias de sus películas, las imágenes se construyen desde un punto de vista angustiado. Los protagonistas de Tiempo de vivir, La piscina y Bajo la arena, por ejemplo, son seres perturbados que necesitan habitar sus propios espacios mentales, ya sea acurrucándose en los recuerdos, en los deseos sexuales o en la llana fantasía. Nadie podría tolerar lo real sin emprender estas fugas, túneles alternativos que son imprescindibles aunque nos pierdan, aunque nos avergüence un poco ser sus gestores (como pasa con las pesadillas más íntimas y extrañas). Pero el director no da pistas. O mejor: da pistas falsas. En Ricky, Ozon jamás descuida el barniz realista. No impone marcaciones formales (lingüísticas, como podría ser un fundido entre planos) que anuncien el pasaje a lo puramente imaginado. Tampoco ofrece una almohada delatora de lo onírico, como la que inserta David Lynch al inicio de Mulholland Dr. La madre de Ricky no parece vacilar demasiado frente el hecho extraordinario. Se preocupa pero sigue adelante, alienada y feliz con su hijo prodigio. Ahora tiene una distracción que la evade de la soledad, la fábrica, el descascarado monoblock.
Me permito especular: Katie un día cae desmayada de cansancio, consciente de que Paco (Sergi López) acaba de dejarla, como su primer marido. El eterno retorno. Otra vez sola con su hija, más un bebé inesperado. Katie empieza a soñar para escapar (¡si hasta se gana la lotería!). Suele decirse que los hijos se van de casa cuando ya pueden "volar solos". Ozon toma esta idea en su literalidad y la precipita desde el absurdo, inspirándose libremente en el cuento "Moth", de Rose Tremain. Algunos se engancharán con las simbologías religiosas de la anécdota, pero creo que esa es sólo otra posibilidad que el director aprovecha para desviarnos.
Porque, en el fondo, no importa mucho si se trata de un sueño, una fábula fantástica o una simple rareza que se le antojó al joven realizador francés. Lo que prevalece es la mirada sobre la familia, los gestos cotidianos, los socorros mutuos, esa red que cada tanto se rearma, aunque en cualquier momento puede volver a quebrarse, porque alguien se aleja o porque llega un bebé que todo lo convulsiona. Los adultos ya no aspiran a entender el mundo; sólo sobreviven. Pero en este mundo también están los otros, los niños relegados, obligados a constituirse como personas sin la atención que merecerían, como la pequeña Lisa (Mélusine Mayance, espléndida). Detrás de los revoloteos de Ricky, es Lisa la que intenta tejer sentidos en la oblicua realidad. Pronto descubrirá que en los vínculos humanos no existen fórmulas mágicas, que cada mañana hay que despertar en medio de la incertidumbre. Además de despertar a mamá, que se quedó dormida y tiene ir a trabajar.