¿Han sentido alguna vez que un director arma todo un dispositivo fílmico con el único objetivo de reírse de los supuestos conocimientos del avezado espectador festivalero? ¿Nunca pensaron mientras miran una película que el tipo que la pergeñó está imaginando nuestras atribuladas caras ante el estupor de lo impredecible? Bueno, quienes quieran someterse a esa humillante sensación no dejen de ver la última película-experimento-broma-joda de François Ozon, Ricky. La historia tiene ribetes cantetianos-dardenneianos: una madre soltera, muy mona ella, dedica gran parte de su día a sus obligaciones laborales en una fábrica donde impera la pulcritud y lo inmaculado: blanca y brillosa, la pantalla huele a desinfectante. Allí inicia un tórrido romance con su capataz, fruto del que nace un hermoso niño, muy rubión y carilindo él, al que bautizan con el nombre de Ricky. Meses más tarde, el bebé llora y llora ante la incertidumbre de la progenitora. Lo amamanta, lo alza, trata de dormirlo. Nada. Hasta que se percata de un pequeño hematoma en su hombro. ¿Papá lo golpea? Quizás. ¿El matrimonio de Vida en pareja ha tenido un vástago? Por qué no. ¿Es la hermana mayor relegada en su papel de hija única, quien carcomida por los celos tortura a Ricky? Puede ser. La película da un giro de 180 grados (o 360 o 540) y se va definitivamente al carajo. Pero no a un carajo entendido como desbarranque sino a uno feliz, lúdico y jocoso, un carajo donde se sopapea la lógica y la concordancia genérica. François Ozon, apoltronado en su sillón francés, se paladea con nuestro desconcierto.