Un grupo de obreros queda atrapado en una mina remota de Canadá y la única manera de salvarlos es mediante un taladro de treinta toneladas que, debido a su peso, sólo puede ser trasladado por tierra; es decir, en camión y a través de una serie de letales rutas trazadas sobre el hielo de lagos congelados. Así es, la película más reciente de Jonathan Hensleigh (director de El castigador y guionista de Duro de matar 3, entre otras) podría ser fácilmente reducida a y vendida como “Sorcerer On Ice” o “El salario del miedo: Winter Edition”, y ambos títulos serían —sin mucho esfuerzo— más atractivos que el elegido para su estreno local.
Es cierto que Riesgo bajo cero comienza como una película de suspenso que sigue el camino allanado por sus antecesoras, pero a diferencia tanto del clásico moderno de Friedkin como de la obra maestra de Clouzot, llegada la mitad de su viaje, el film toma la imprevista decisión de volantear y trazar su propia ruta: una que se desvía del thriller para adentrarse en el terreno de la acción. Dicha ruta, no hace falta decirlo, es más que conocida por el conductor de turno, Liam Neeson. Una vez más el héroe cansado e intransigente, el actor irlandés encarna a Mike McCann, un camionero irlandés del que poco sabemos, más allá de que maneja un camión (“todo lo que hago es manejar, manejar, manejar, manejar, manejar” dice la canción que lo presenta) y que cuida a su hermano menor, un veterano de Irak que sufre de afasia y que lo acompaña en sus viajes como mecánico. Al igual que los personajes de Roy Scheider o Yves Montand, la motivación de Mike para aceptar su misión suicida es netamente económica, pero con el discurrir de la trama el objetivo altruista (salvar a los obreros) empieza a ganar terreno y, más temprano que tarde, el subtexto sobre la avaricia queda reducido a una subrayada línea narrativa que corre paralela y que tiene por protagonista no a McCann, sino a un grupo de empresarios inescrupulosos.
Curiosamente, durante buena parte de Riesgo bajo cero la amenaza no está dada por los elementos naturales, las condiciones del camino o una simple mala pasada del destino. Por el contrario, la verdadera fuerza antagónica que pone en jaque la vida de Neeson y compañía es el citado grupo de empresarios, quienes, a través de una serie de mentiras, sabotajes y traiciones, buscan cubrir sus pasos y, literalmente, enterrar sus errores. En efecto, es a partir del descubrimiento de su accionar que la película vira su registro, dejando de lado la influencia de sus antecesoras y apostando, en cambio, por un camino tan transitado como predecible: Liam Neeson sentencia “Ya no es por el dinero. Ahora es personal” y las explosiones gratuitas, las persecuciones con motos de nieve y las peleas a puño limpio no tardan en aparecer. De esta manera, justo cuando la tormenta se acercaba y nuestro interés crecía, Riesgo bajo cero decidió abandonar su carrera contra el tiempo y los elementos, se llevó puestos varios lugares comunes del género, chocó contra su falta de imaginación y, finalmente, acabó aterrizando en la banquina de la intrascendencia.
Aún así, y tal como lo demuestra la propia película con sus obstáculos insólitamente inconsecuentes (ninguno sobrevive a la escena en que es planteado: ¿uno de los ejes está bajo el agua? No hay problema, ahí lo sacamos; ¿los camiones volcaron? Ya los damos vuelta; ¿perdimos un camión? No importa, quedan dos más; y así sucesivamente), no todo tropezón es caída y Riesgo bajo cero tiene suficiente fuerza de tracción para seguir viaje. ¿Cómo? Gracias a su innegable efectividad, a su aceitado ritmo, a sus correctos efectos especiales y, sobre todo, gracias a esos esporádicos momentos de tensión que logran despertar a Hensleigh de su letargo al volante. Hablamos, por ejemplo, del camión haciendo equilibrio al borde de un acantilado, del pie accidentalmente enredado en la soga, de la inminente “ola de presión”, de la muerte à la Anton Yelchin y, claro, del infaltable puente oxidado a punto de caer.
En este sentido, y teniendo en cuenta que varios de sus puntos más destacables son aquellos influenciados —en mayor o menor medida— por las películas de Clouzot y Friedkin, uno no puede evitar preguntarse por qué el guionista y director decidió agarrar el mapa trazado por ellos y seguirlo al pie de la letra durante un rato, para luego tirarlo por la ventana e improvisar su propia ruta. En retrospectiva, dicha decisión parece tan arbitraria como la de filmar todas las escenas de interiores con un lente angular, pero lo importante, al fin y al cabo, es que Riesgo bajo cero llega a destino. Su viaje podría haber sido mejor, claro que sí, pero es sabido que, cuando uno se aleja del camino señalado, las chances de perderse siempre están.