A Woody Allen se lo viene castigando desde hace ya varios años (décadas) por el accionar en su vida privada más que por la calidad su filmografía. Lejos estoy de adscribir a la cultura de la cancelación y esta aclaración tiene que ver con que no hay en este texto un prejuicio animado por la dictadura de la corrección política: simplemente Rifkin's Festival me parece una de las películas más torpes, esquemáticas, remanidas, desganadas, previsibles y poco graciosas de la carrera de quien alguna vez fuera el máximo emblema de la intelectualidad neoyorquina.
Desde hace tiempo a Woody (justamente por el bombardeo mediático que prácticamente ha determinado su lapidación y cancelación) se le hace imposible conseguir financiamiento y por eso ha vagado mucho por Europa para filmar en Londres, París, Roma y varias zonas de España con el objetivo de justificar con historias allí ambientadas los aportes de los productores locales. Este nuevo proyecto con The MediaPro Studio lo ha llevado ahora a San Sebastián y, más precisamente, al prestigioso festival que allí tiene sede.
Mort Rifkin (Wallace Shawn), un escritor que acarrea un largo bloqueo creativo que le impide escribir una novela “a la altura de Dostoievski”, llega a ese paradisíaco enclave costero del País Vasco para acompañar a su esposa Sue (Gina Gershon), una agente de prensa que tiene mucho trabajo por delante en el marco del festival (hay un cameo del propio director de la muestra de San Sebastián, José Luis Rebordinos) y en las lujosas instalaciones del tradicional hotel María Cristina.
No tardaremos mucho en darnos cuenta de que ella tiene un affaire con Philippe (Louis Garrel... ¿parodiando a su padre?), un arrogante director francés con tantas ínfulas autorales como caprichos que tiene una película en competencia, mientras que él empieza a obsesionarse cada vez más con Jo (Elena Anaya), una atractiva y frustrada médica local que está casada con un despótico y desaforado artista plástico (Sergi López).
La tentación, la infidelidad y la culpa han sido temáticas recurrentes en la obra de Allen, pero su 49º largometraje es una mera acumulación de clichés en la que cada nueva escena resulta más subrayada y grotesca que la anterior, casi como subestimando a un público al que hay que darle todo digerido y sobreexplicado cuando justamente se supone que los fans de Woody tienen un nivel intelectual que les permitiría decodificar conflictos y resoluciones más sutiles, inquietantes e inteligentes. Hasta el homenaje al Ingmar Bergman de El séptimo sello, con una participación especial de Christoph Waltz, resulta obvio y frustrante. Como la experiencia general de acercarse a Rifkin's Festival.