Rodada en San Sebastián, la película 49 del realizador neoyorquino vuelve sobre los problemas románticos de un escitor y cineasta frustrado. Con Wallace Shawn, Gina Gershon, Louis Garrel y Elena Anaya.
Por más que uno quiera, es imposible separar lo que está sucediendo en la vida real de Woody Allen con las películas que realiza. No me refiero acá, estrictamente, a los controvertidos temas que se discuten respecto a su vida privada y cómo esos aparecen, o no, en sus ficciones. Sino a la propia existencia de su cine hoy, a las limitaciones que tiene a la hora de producir y filmar. Por los motivos conocidos y ampliamente debatidos, Allen está casi «exiliado» cinematográficamente en los Estados Unidos: no hay compañía que quiera distribuir sus nuevos films en salas o en plataformas, no tiene donde conseguir dinero para hacerlas, hasta muchos actores que antes se desvivían por trabajar por un sueldo mínimo con Allen hoy lo rechazan y hasta en algunos casos se arrepienten públicamente de haber filmado con él. ¿Qué posibilidades reales tiene de hacer el cine que quiere?
Pocas, evidentemente. Una de ellas, que ya usó en el pasado pero por otros motivos, es la de aceptar invitaciones de productoras y de países que, por decirlo de algún modo, no lo han «cancelado» e irse a filmar allí. Décadas atrás lo hizo con VICKY CRISTINA BARCELONA, MEDIANOCHE EN PARIS y DE ROMA CON AMOR, entre otras. Y RIFKIN’S FESTIVAL, una coproducción española e italiana íntegramente filmada en San Sebastián, es un regreso, obligado, a esos formatos. Pero las circunstancias son muy distintas y da la impresión, viendo la película, que lo que Allen hoy puede hacer es lo opuesto a lo normal en un escritor/realizador: pensar ideas a partir de las condiciones de producción y no al revés.
No sé si Allen tenía el germen de la historia de RIFKIN’S FESTIVAL de antes o si la armó sobre la marcha a partir de la idea de hacer una película con el marco del Festival de San Sebastián. Lo cierto es que, viéndola, se nota que es un trabajo limitado por las circunstancias, una suerte de entremés de rápida resolución y ligera digestión que bien podría –considerando la ciudad en la que transcurre– compararse a comerse unos «pintxos» al paso en algún bar de la ciudad vieja con una caña. Aunque, convengamos, estaríamos hablando de unos bocadillos que vieron tiempos mejores y que ahora están, por decirlo de algún modo, un poco rancios…
En una ciudad que es bellísima y que no necesitaba estar sobreiluminada y convertida en tarjeta postal por Vittorio Storaro como lo está aquí, RIFKIN’S FESTIVAL narra el viaje de Mort Rifkin (Wallace Shawn) al Festival de San Sebastián acompañando a Sue (Gina Gershon), su esposa, que se encarga de la prensa de películas que estarán allí. Rifkin es un académico, ex profesor de cine, estudioso y fanático de los grandes autores europeos y asiáticos que asegura que «los festivales ya no son lo que eran» y que el cine que ahí se presenta tiene apenas una pátina de prestigio pero está pensado básicamente desde lo comercial.
El suyo es un análisis bastante certero y lo que Allen hace aquí, por un lado, es tratar de mostrar el mundo que rodea a los festivales como uno bastante falso, lleno de personas que hablan de dinero y que se relacionan de una manera puramente especulativa y banal. El principal «cliente» de Sue es Philippe (Louis Garrel), un director francés pedante y pretencioso que está haciendo una película sobre el conflicto israelí-palestino con la que, dice, espera ayudar a solucionarlo. Pero el problema principal de Mort es que Sue no solo se la pasa todo el día con este joven y apuesto cineasta sino que todo parece indicar que algo más hay entre ellos.
Solo, frustrado y un tanto aburrido, Rifkin va y viene por la ciudad hasta que una molestia física lo lleva a consultar a un doctor local. El doctor en cuestión es, para su sorpresa (se ve que le cuesta a Allen imaginar algo así), una mujer. Y muy atractiva. Interpretada por Elena Anaya (la actriz de LA PIEL QUE HABITO), Jo lo atiende muy amablemente y él queda prendado de su belleza y su calidez. A tal punto que, para matar su aburrimiento y su fastidio con su mujer y con el mundo que rodea al festival, empieza a poner cualquier excusa para visitarla una y otra vez.
En paralelo a los paseos turísticos que Allen/Rifkin hace por Donosti y alrededores –recorridos que, a los que vamos habitualmente al festival y ahora no podemos hacerlo por la pandemia, nos generan una tremenda nostalgia–, el realizador inserta unos sueños cinéfilos de Rifkin en los que lidia con sus problemas en medio de escenas famosas de películas clásicas del cine de autor europeo y asiático. Usando los íconos más reconocibles de la historia del cine –cineastas de los que Allen es confeso fan–, los sueños de Rifkin recorren escenas de películas en blanco y negro de Fellini, Bergman, Truffaut, Godard, Buñuel y Renoir, entre otros, en los que aparecen sus conflictos de pareja, algunas historias familiares complicadas, su interés romántico por Jo, sus fracasos como escritor, sus miedos y sus celos.
El problema de RIFKIN’S FESTIVAL es que se la siente como una película perezosa, como un primer borrador de guión (bueno, muchas de las de Allen se sienten así) en la que un montón de temas, conflictos y situaciones que el director viene planteando hace décadas en su cine tienen una vuelta más sobre el mismo eje, sin demasiada novedad en el frente. Los personajes secundarios están dibujados con un trazo gruesísimo (el de Garrel, sí, pero luego hay otros peores aún, como uno que encarna Sergi López), los diálogos tienen apenas trazos de la chispa que supieron tener algún día y ni hablar del uso casi adolescente de las escenas de cine clásico. Definirla como «rohmeriana», solo porque hay parejas caminando y hablando de amor, más que un lugar común es un exceso.
Quizás lo más interesante de la película es algo que no se puede revelar acá pero que modifica (al menos un poco) uno de los temas más criticados y conflictivos del cine de Allen, que es el ligado a las brutales diferencias de edad entre los protagonistas masculinos y femeninos que tienen relaciones románticas. Tomando en cuenta que Rifkin es claramente un alter-ego del director, al menos este es uno que es (un poco) más consciente de ese hecho. Obviamente, los que quieran buscar otros detalles que les permitan hacer combinar ficción y realidad seguramente los encontrarán. A propósito o no, Allen parece dejar pistas de sus obsesiones a cada paso.
RIFKIN’S FESTIVAL es un pasatiempo menor, de las películas más flojas de Allen en este último tiempo (en mi opinión, las tres anteriores eran bastante mejores, especialmente CAFE SOCIETY), de esas que parece hacer para seguir ejercitando el músculo de escribir y de filmar. En medio de la difícil situación que atraviesa quizás lo único que puede seguir haciendo es eso: conseguir dinero, escribir y filmar. Donde pueda y como pueda. Y así, hasta que la escena esa famosa de la película de Bergman le toque en suerte a él mismo. ¿Hará grandes películas en todo ese tiempo? Quizás no. Quizás sea, simplemente, su manera de sobrevivir.