Volvió Woody Allen, con una película que tiene dos años y que se trata de una humorada amable sobre el universo de los festivales de cine y del cine mismo.
No podemos decir que se trate de una mala película (Allen tiene películas realmente pésimas y tiene, también, obras maestras; evitemos señalarlas para no enemistarnos con nadie) porque hay un placer por filmar y por registrar un lugar bello que provee un aire epicúreo a la realización.
Tampoco podemos decir que sea una buena película porque muchas de sus ironías sobre el universo de las estrellas y los festivales no solo son repetidos: también son falsos. Como dijo alguna vez Louis B. Mayer: tráigannos clichés nuevos.
Lo importante en todo caso es que ese gran comediante, siempre secundario en el cine estadounidense, llamado Wallace Shawn, tiene un protagónico y sabe sacarle provecho (es, como suelen serlo todos los protagonistas de las películas de Woody Allen, un avatar de Woody y de Allen).
Lo demás, ligero como una pluma, dulce como un copo de azúcar, y nutritivo como el aire.