Las carreras de varios directores de cine consisten en tocar los mismos temas una y otra vez, utilizando los mismos recursos estilísticos. Woody Allen es uno de esos autores cinematográficos que han dedicado su obra a la construcción de un universo propio, centrado en un personaje que funciona como alter ego del director y en el que los problemas amorosos se mezclan con cuestionamientos filosóficos, todo bajo una mirada humorística.
Con su régimen de escribir y dirigir una película por año, la repetición en los films de Allen resulta aún más acentuada. Casi que pareciera que el público asiste a la proyección de múltiples borradores de una futura película, mejor que la que está viendo en la pantalla. Esta sensación creció en los últimos años, en los que films más sólidos (como Medianoche en París o Café Society) son una excepción entre muchos otros que parecen copias deslucidas de la obra del autor, que alcanzó su cenit en los 70 y 80.
Alejarse de Nueva York, escenario principal de ese universo alleniano durante 30 años (apenas un puñado de las 30 películas que hizo hasta principios de este siglo fueron ambientadas en otros lugares), le abrió nuevas oportunidades estéticas y narrativas. Pero Allen se convirtió en un turista cinematográfico, llevándose su universo neoyorquino a Europa, donde le resulta más fácil conseguir financiación para filmar y está alejado del escrutinio de la prensa por las acusaciones de abuso sexual de su hija.
La nostalgia de Nueva York se siente especialmente en Rifkin’s Festival, una nueva incursión del director en varios de los temas que le interesan: los enredos amorosos, la búsqueda del éxito profesional y la cinefilia. La belleza natural, la elegancia edilicia de San Sebastián y el glamour del festival de cine, subrayados por la fotografía de Vittorio Storaro, ofrecen un contrapunto con la situación del protagonista, Rifkin (Wallace Shawn), un escritor sumido en una crisis personal y profesional que lo hace extrañar aún más Nueva York. Mientras su esposa publicista (Gina Gershon) se acerca demasiado a su cliente, un joven y admirado director de cine francés (Louis Garrel), Rifkin se entrega a su hipocondría. Los síntomas lo llevan al consultorio de Jo (Elena Anaya), una médica que tiene sus propios conflictos.
Hay varias puntas interesantes en Rifkin´s Festival que Allen no explora demasiado, ciñéndose a lo que está acostumbrado. El director sigue los pasos propios de su estilo de comedia, alimentando el diálogo de Rifkin con sentencias humorísticas, una detrás de la otra. Pero los chistes no consiguen el impacto deseado. Tal vez se debe a que hay una tristeza y melancolía inherente en la historia del protagonista que no logra borrarse con un comentario gracioso. Hay una pulseada de tonos entre lo que emana de la historia y la forma que Allen elige para contarla.
Rifkin está en crisis con su profesión y con la idea de alcanzar un éxito literario, que tal vez ni siquiera le interesaba tanto. Al mismo tiempo, ve cómo su matrimonio se hace pedazos. A través de una serie de sueños nocturnos y ensoñaciones diurnas, moldeados, según sus preferencias cinéfilas, con citas a Bergman y Buñuel, analiza su pasado para poder encontrar su futuro. Claro que esta crisis puede presentarse en forma de comedia: Allen filmó obras maestras a partir de situaciones similares, pero aquí los intentos del director –incluidas las parodias de films clásicos– no son suficientes. El espectador mira y escucha pasar los intentos de comicidad, apenas sonriendo con alguna escena.
La melancolía termina ganándole a la comedia y Allen no parece ignorarlo del todo; incluso la elección de Shawn como alter ego es una apuesta por un actor con un sentido cómico brillante pero también dueño de una sensibilidad que le aporta suavidad a sus papeles.
Una fuente de comedia desaprovechada es el festival de cine, sus personajes y situaciones, que pueden resultar curiosas para quien no suele asistir a ellos y un chiste interno para los que conocen bien sus secretos. Sin embargo, el guionista y director apenas ensaya algunos gags superficiales, más cercanos a los prejuicios que existen sobre este tipo de eventos y sobre los cineastas, que a una mirada aguda que descubre las falsedades del mundo del cine. Detrás de todo esto hay una posición de Allen sobre el cine actual, desconectada y desilusionada. A través de Rifkin, Allen reafirma que su cinefilia está asentada en Bergman y Godard y nada nuevo puede sorprenderlo y satisfacerlo. Tal vez por eso, cada vez le cuesta más lograr esos objetivos con sus propias películas.