Las turbulencias de su vida privada, la ruptura de su contrato con Amazon y, finalmente, la pandemia, atentaron contra el disciplinado y casi milagroso ritmo de Woody Allen de filmar una película por año.
Y aunque el gran director estadounidense, de 86 años, dice no sentirse víctima de la cultura de la cancelación, pues sigue trabajando y escribiendo (así se lo comentó al periodista Marcelo Stiletano en una entrevista reciente para La Nación), Rifkin’s festival, que se filmó en 2019 en España y recién ahora llega a nuestras salas, es su último film.
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Por las calles de la bella ciudad del País Vasco, en pleno festival de cine, deambula sin mucho qué hacer Mort Rifkin (Wallace Shawn). Escritor, amante el cine clásico, llegó hasta ahí para acompañar a su mujer (Gina Geershon). Ella es una agente de prensa ocupadísima, pues está a cargo de un lanzamiento protagonizado por Philippe (Louis Garrel). Un actor joven que lanza todo tipo de lugares comunes en las entrevistas y se hace tiempo para seducirla sin disimulos.
Invisibilizado por el juego de seducción entre su mujer y el actor francés, que Garrel interpreta con evidente placer de jugar al estereotipo, Rifkin, alter ego de Allen, encuentra otros espacios. Y descubre que su hipocondría, que ya no interesa a su esposa, es buen pretexto para visitar a una atractiva médica de la ciudad, la doctora Jo Rojas (Elena Anaya). Que, a su vez, está infelizmente casada con un artista (Sergi López) y agradece la atención del visitante.
Como Vicky Cristina Barcelona, Rifkin’s festival cruza romances destemplados con el tour por las bellezas de una ciudad española (está producida por una empresa de ese país). Pero es mucho más redonda y menos pretenciosa que aquel film, que le ganó un Oscar a Penélope Cruz. Y fluye con la liviandad, la inteligencia y la simpatía esperables, y disfrutables.
Con momentos muy graciosos que tienen a Rifkin como contrapunto entre ese cine clásico que se niega a morir y la burbuja de sobrevalorados nuevos talentos. Como vehículo para la mirada de Allen: ácida, hacia el circo de los festivales de cine -en el que el personaje no ve ninguna película- y melancólica, en tanto consciente de su propio anacronismo.
Anacrónico a mucha honra, parece decir Allen a través del anticuado Rifkin. Que prefiere huir hacia sus propias ensoñaciones en blanco y negro: el mundo de Fellini, de Bergman, de El Ángel Exterminador de Buñuel o del Truffaut de Jules et Jim. Es que el hombre, acaso como el director, está de vuelta. Cumple con su rol, pero no necesita quedar bien con un mundo que desprecia.