Es difícil y hasta extraño hacer un juicio valorativo de una película de Woody Allen hoy en día. Su figura ligada a las denuncias de abuso sexual por parte de su hija adoptiva Dylan Farrow hacen que sea bastante complicado separar a la obra del autor. Teniendo en cuenta sus últimas (y accidentadas) producciones, se puede ver como actores y actrices que actuaron en sus películas más recientes comienzan a arrepentirse de sus participaciones (más por demagogia que por verdadero arrepentimiento), como diversas productoras ya no quieren financiar sus films y otras yerbas que probablemente terminan influyendo de alguna u otra manera en sus creaciones recientes. Con esto no estoy buscando justificar sus películas, pero sí expresando lo difícil que es «valorarlas» de manera objetiva.
No obstante, cabe destacar que hace varios años (incluso antes de que se reflotaran las acusaciones en su contra), Allen parece haber comenzado un camino directo hacia la repetición de ciertos elementos y a producir varias historias que carecían de la frescura que destacaban sus largometrajes más recordados y elocuentes. Algunos podrán decir que desde «Blue Jasmine» (2013) o «Midnight in Paris» (2011) que el realizador neoyorkino no hace un film memorable, e incluso algunos más duros podrán decir que su último trabajo notable fue «Match Point» (2005). Lo cierto es que hace años que parece ir produciendo películas de forma con las clásicas obsesiones verborrágicas de siempre, y buscando intérpretes que emulen sus viejas apariciones exteriorizando su habitual hipocondría, las catarsis continuas y aquellos soliloquios tan particulares que solía brindar.
«Rifkin’s Festival» no es la excepción y el cine de Allen sigue andando viejos caminos, pero cada vez con menos posibilidades a nivel casting, producción y locaciones. Más allá de las limitaciones presentadas, la obra parece retomar los conflictos de siempre y las dinámicas ya conocidas que podemos ver a lo largo de toda la filmografía del director. Algunos pequeños recursos y situaciones dotan al relato de cierta originalidad (especialmente en las recreaciones de clásicos europeos) pero en líneas generales no hay nada nuevo bajo el sol.
Nuevamente, la fotografía de Vittorio Storaro le da cierto carácter y distinción a la puesta en escena de «Rifkin’s Festival», al igual que en sus colaboraciones previas, dándole un estilo visual interesante, y cierto dinamismo desde la puesta de cámara que le venían faltando a las historias de Woody. La ciudad de San Sebastián es retratada de manera sublime mientras Mort Rifkin (Wallace Shawn) deambula por sus calles y mientras va reimaginando varios clásicos del cine europeo como «Sin Aliento», «El Angel Exterminador», «8 1/2», «Persona», “El Séptimo Sello”, entre varios otros films de Buñel, Bergman, Truffaut y Godard. Esto aporta cierta frescura a la comedia dramática convencional que propone, pero tampoco sería la primera vez que vemos recursos similares (hay cuestiones análogas en «Midnight in Paris» y «The Purple Rose of Cairo»).
«Rifkin’s Festival» es un film correcto y disfrutable con un par de buenas ideas y varias algo anticuadas que ya vimos varias veces en la filmografía de Allen. Se puede observar algo del amor que tiene el cineasta neoyorquino por el cine (tanto por el cine clásico como por el cine europeo), pero también están presentes varios de sus fantasmas del pasado y del presente que influyen tanto directa como indirectamente en el resultado.