Quedaron atrás los tiempos en donde Woody Allen estrenaba a razón de un film por año. Acontecieron litigios judiciales, polémicas con la industria, su vida privada entregada al escarnio del ojo público y la última de las pandemias que azotó al planeta. Casi nada…Sin embargo, y más allá de la periodicidad perdida, el eterno Woody sigue regresando a la gran pantalla. Desde «Un Lluvioso Dia en New York», la platea cinéfila no había vuelto a saber de él. Presto a su enésimo exilio europeo, aquel que destinara gemas como «Vicky Cristina Barcelona», «Medianoche en Paris» y «A Roma con Amor», el realizador de 86 años de edad retorna con «Rifkin’s Festival», rodada íntegramente en tierras ibéricas.
Una sesión de terapia esclarecedora abundará en sueños y fantasías, miedos y cavilaciones, en igual proporción. El juego está en marcha y ya estamos dentro. Un elenco estelar, que cuenta con intérpretes de la talla de Wallace Shawn, Gina Gershon, Elena Anaya, Sergi López y Christoph Waltz, da vida a la nueva fábula alleniana. En la piel del frustrado escritor y nostálgico ex profesor de cine que protagoniza la historia encontramos al enésimo Woody reencarnado en pantalla. Ese que no nos aburre jamás. Somos participes voyeurs de las obsesiones, filias y temores que se alternan en el imaginario de este diletante cinéfilo.
Estamos ante un film que nos habla, entre sus abundantes inquietudes existenciales, acerca de vínculos de pareja crepusculares. Él desconfía de ella. Ella no vacila en dejarlo en ridículo frente al director que la ha encandilado. Discuten. Affaires amorosos y coartadas comprobables mediante, como rutina de día de festival para los amantes, sazonan la propuesta. Una cita al doctor agravará el síntoma para luego replicarse, repetirse. Una joven y atractiva profesional cumple la ley del deseo y se convierte en objeto de devoción. El horizonte alleniano se llena de interrogantes.
El extraordinario Allen escribe y se calza los zapatos de Mort. Un judío común y corriente que no teme reflexionar acerca de la liturgia cristiana y los resabios del nazismo con igual agudeza. Deliciosamente filoso, el nativo de Manhattan está de regreso y en gran forma. Ensaya la nunca perimida teoría sobre el pesimismo. Irremediablemente cotidiano, observa el reflejo de su moral tendida en el piso. Borra con el codo lo escrito con la mano. Sus neuras y fobias le impiden concretar su próxima novela. Quiere estar a la altura de las grandes plumas literarias, cita a Sthendal. Admira a Shakespeare, mide la vara lo suficientemente alta. Será Dostoievski o nada. Fatalista, pero dueño de una cabal noción de lo real. Su mujer lo engaña y no puede confrontarla. La radiografía examina a un Allen de pura cepa. La nula autoestima, el gen hipocondriaco, la faceta existencialista, el matiz trágico. Omnipresentes.
Allen, incansable, pone en marcha la última ilusión prestidigitadora sin arruinar el truco, tiñendo la pantalla de onírico blanco y negro. A rienda suelta, sin timidez, a la hora de echar mano a toda una serie de guiños cinematográficos y recreación de escenas clásicas que llevan su vibrante cinefilia a un borde paroxístico. No vamos a culparlo. El pequeño gran hombre neoyorkino muta bajo la piel de Wallace Shawn, su alter ego en pantalla, y recuerda que todo tiempo pasado fue mejor. Abundan citas cinéfilas al cine vanguardista y a la estirpe de autor, afines al buen paladar de su gestor. La fantasía cinematográfica trama su forma bendita, recreando bajo preciosas postales, paradigmáticas escenas del cine de Orson Welles, Truffaut, Bergman, Fellini, Buñuel y Lelouch. Son sus grandes mentores y el homenaje nunca acaba por agotarse. El cine se presta a su misión más lúdica con tal de complacer los inconscientes deseos de este neurótico intelectual, perdido en su propio laberinto kafkiano.
El homenaje permanente y jamás recatado al mundo del cine cobra vida en Rifkin’s Festival. Son las proyecciones ficticias de un autor confrontando su íntimo propósito de vida. Una mirada de postal turística para nada liviana, un abordaje a la ciudad desde un inconfundible sesgo de admiración. Emprende una critica el dudoso gusto por el auténtico cine por parte de los jurados de festivales prestigiosos. Donde queco la verdadera cinefilia, enterrada bajo arcaicos preceptos, al fin, hoy, la mayor apuesta radica en éxitos de taquilla de nulo buen gusto. Brillante, Woody. La mirada panorámica ensaya un recorrido por las más atractivas vistas de la fotogénica San Sebastián. Vista al inmenso mar, caminata por antiguas callecitas o paisaje campestre en plan picnic romántico. Es la otra cara de una urbe paralizada por el acontecimiento anual. Flora y fauna de todo festival de cine. ¿Por qué no puedo ser del jet set? Ruedas de prensa superfluas, agasajos y galardones, premieres vespertinas, alfombra roja de ocasión, bebida y comida en derroche. Eso si, una proyección de homenaje a aquel clásico incombustible y un premio en honor al genio surrealista proveniente de Calanda…
Citas y más citas, abuso del recurso. Fascinación que no perece. De John Ford a Howard Hawks. De Visconti a Godard. Cita de memoria el cine japonés, pero nadie parece escucharlo. A riesgo de aburrir a sus interlocutores, se decanta por el menú de un lujoso restaurant. Parece pertenecer a un tiempo lejano, parece no ser dueño de su propio espacio. Transcurren los días de festival, mientras Allen ensaya una y otra reflexión sobre el ambiente. Dispara dardos venenosos. No se salva nadie. Directores superstar, petulantes y engreídos, jóvenes que se creen que vienen a reformular las bases del arte cinematográfico, hoy más business que arte, acota Allen mirando a Hollywood con desconfianza y desdén. La nueva generación en tiempos de selfies e insulsa pose para tapas de revista que no son Cahiers du Cinema, precisamente. ¿Sabrán de que hablamos cuando hablamos de Capra? Aunque, en el fondo, ¿a Allen le gustara?
El sueño no avisa cuando va a terminar. Tampoco la sesión de terapia cuando la pregunta final nos llena de interrogantes, aunque ahora es el paciente quien la pronuncia, interpelando a su analista. Y a nosotros, espectadores. Créditos finales y los sentidos en plenitud de forma. Nos embelesan sus clásicas melodías de jazz. Inconfundible, volvió Allen. Lo vimos en el cine, no está tan mal el mundo, al fin y al cabo. No hay nada de qué preocuparse, al menos hasta que la pantalla emita el último resplandor.