Quienes siguen mis reseñas hace una década, saben que me encanta el cine de Woody Allen. No es que me parezca puramente original, en general y mucho más sobre esta última época, sus producciones son rodadas en tierras europeas y versan sobre los mismos tópicos con algunos matices. Siempre encontramos a un culto, misógino, verborrágico y ácido protagonista, que se relaciona, fallidamente, con su medio, cualquiera que sea.
Y en esa vuelta, se encuentra siempre el interés romántico puntual, que fracasa, o se quiebra, o se resignifica en un contexto dinámico donde predominan los movimientos parsimoniosos y los escenarios bellos.
Lejos del Allen neoyorkino puro de los 70/80/90, en el cual hemos visto sus manías obsesivas en lo urbano y las relaciones complejas.
Esta nueva entrega, primero, es celebrada porque se estrena luego de casi dos años de espera (fue filmada antes de la pandemia) y después porque no podemos dejar de decir que estamos viendo la obra de un cineasta de 86 años. Maduro, incisivo y con un humor intelectual y sutil que ya no se encuentra en esta generación, Allen ha construido una carrera que seguramente será rescatada por su coherencia y destacada por haber conseguido los servicios de cientos de actores prestigiosos por pocas monedas. Ha hecho films memorables (y no hago una lista porque sería discutible y no viene al caso) y este, en particular, puede colarse en su top 10, según mi opinión.
¿Es «Rifkin’s festival» una obra maestra? No, desde ya que no. Es otra aguda mirada sobre un hombre experimentado, entrado en años, culto, preparado y frustrado, que debe enfrentarse a una nueva generación de artistas con valores distintos, quienes además, interfieren dramáticamente en su vida. Caldo ideal donde Woody Allen cocina sus personajes, desde ya.
La historia es más de lo mismo. Bien hecho, pero no esperen nada demasiado novedoso. Rifkin (Wallace Shawn) es un docente de cine y escritor que nunca pudo concretar su gran anhelo (publicar una novela a la altura de los grandes literatos de este tiempo) y que visita el festival de cine de San Sebastián junto a su esposa, Sue (Gina Gershon), una agente de prensa que ya no está tan unida a su marido como debería.
Es más, la pareja está en franca crisis y su llegada a un ambiente festivalero, empeora las cosas. Claro, ahí aparecerá el galo Philippe (Louis Garrel) quien es un cineasta de moda que presenta una producción muy esperada por el público. Fundamentalmente porque tiene un seguimiento medíatico fuerte al haber estado involucrado con la mujer de un ministro francés. Pueden imaginarse el resto. Sue y Philippe se relacionarán y empujarán a Rifkin a analizar no sólo esa circunstancia, sino todo el ambiente que lo rodea en función a la fragilidad de ese mundo donde todo es vano, fugaz y sin brillo.
Porque Allen quiere dejar claro que su personaje principal, obsesivo e inconformista, es quien mejor ve las cosas, aunque claro, necesita un analista para ponerlo en blanco sobre negro.
Hay más, porque el director quiere que Ritkin tenga también su perfil ganador, así que lo involucrará sentimentalmente, mientras corre de fondo el ritmo de un festival real (San Sebastián) y toda su magia, bien descripta para quienes desconocen ese ambiente.
En síntesis, una clásica cinta de autor. En lo personal, sin embargo, destaco el esmero de Allen por dejar todas sus ideas expuestas bajo un manto de fino humor. Incluso las situaciones dramáticas están resueltas con mucha altura y distinción, todo dentro de la perspectiva de sujetos preparados, con mucho mundo y predispuestos a caer siempre, bien parados, suceda lo que suceda.
La mirada sobre el ritmo festivalero y algunas actuaciones destacadas (Shawn me parece una revelación en un protagónico), sumado al encanto de un cine que no se hace habitualmente (y no se volverá a hacer cuando Allen deje de rodar), hacen de esta propuesta una de las delicatessen que este verano porteño ofrece en cartelera. Yo, iría por ella sin dudar.