Un tierno homenaje a los actores
Una anciana al piano, con el rostro arrugado, mira fijamente la partitura. En sus manos, la música no tiene edad. Toca en la sala coqueta y cálida, rodeada de ancianos que desayunan.
La película que dirige Dustin Hoffman pertenece al tipo de comedias con adultos mayores, una suerte de relato de reflexión y resistencia ante el inevitable paso del tiempo. Rigoletto en apuros transcurre en una residencia para músicos jubilados. La Casa Beecham no es cualquier lugar ni los residentes pertenecen al común de la gente. Si bien sentados ahí, moviéndose con dificultad, se han borrado muchas marcas distintivas que ostentaron en la juventud, esos hombres y mujeres han sido grandes intérpretes y en ellos brilla la vieja llama. Por eso, la casona británica amanece y anochece en medio de la música.
La banda de sonido de la película acompaña la historia desde la primera nota de Brindis, bien tocada por la anciana del comienzo, hasta el Cuarteto de la ópera Rigoletto (el título original), el gran desafío, por varias razones.
La rutina se quiebra con la llegada de la otrora prima donna, Jean Horton (Maggie Smith) que se reencuentra con sus colegas y un exmarido, Reginald (Tom Courtenay), sembrando el desánimo en el tenor y el desdén, ante la admiración mezclada de cierta malicia, del resto de los residentes. La soprano ha sido adorada y temida. Es la suma de los caprichos, aun cuando no queda nada glamoroso en su presente.
Dustin Hoffman dirige una película para actores. A los roles de Maggie Smith y Tom Courtenay se suman Pauline Collins (Cissy) y Billy Connolly (Wilfred), el cuarteto que quiere volver a cantar Rigoletto en la gala anual, golpe de efecto que salvará a la residencia de la bancarrota.
El asunto que propone el guión es sencillo y clásico en la descripción de los protagonistas, asociada a la música y sus humores.
"La vejez no es para cobardes", repite Cissy que dijo Bette Davis. Es una de las pocas cosas que recuerda la tierna Cissy, personaje imprescindible que matiza el cuarteto.
La comedia dramática transcurre con notas ilustrativas que explican la ópera, según la exposición que Reginald ofrece a los jóvenes. "Es la expresión de nuestras emociones. A alguien le clavan un puñal por la espalda y en lugar de sangrar, canta". Algo semejante ha ocurrido en la pareja de la insufrible Jean y el esquemático Reginald.
Hoffman, a fuerza de experiencia, traslada el sentido del ritmo como un metrónomo. La película es fotografiada bellamente por John de Borman, que logra postales de la residencia, el parque y las flores. El efecto es el de un paraíso protegido en el que, no obstante, hay cuentas pendientes, inseguridades y soledad.
El arte planteado como opción excluyente ha dejado a esos artistas extraordinarios, solos, con el recuerdo de los aplausos y la vieja camaradería. Mientras los conflictos cobran vigor, se suceden momentos musicales, como en una tertulia en la que aquel esplendor se deja entrever en la gracia de la orquesta de cámara, la trompeta, los dúos masculinos, breves sensaciones que Hoffman regala. Además de la presencia encantadora de Michael Gambon, como el director cascarrabias al que nadie toma en serio, y la larga lista de glorias pasadas, reales, residentes en la ficción que dan al contexto el amparo de su arte genuino.