Gracias por la música
Con 75 años, Dustin Hoffman debuta oficialmente como director de cine. Y si bien allá por la década de 1970 ofició como director entre las sombras de Libertad condicional -en los créditos figura Ulu Grosbard-, esperó hasta bien entrada su veteranía para ocupar decididamente un lugar tras las cámaras. La película es Rigoletto en apuros y la novedad es que Hoffman, actor de carácter y bastante intenso por cierto, sorprende con una película que lo muestra como autor invisible, dejando hacer a sus actores pero demostrando inteligencia para que las cosas no se desbarranquen hacia el showcito actoral. En ese sentido, aunque en un nivel inferior, se parece a los debuts tras cámaras de colegas generacionales como Robert De Niro o Al Pacino.
En Rigoletto en apuros, un grupo de viejos valuartes de la música clásica británica convive en un geriátrico de alta clase. Ahí, la película pareciera involucrarse en esta moda de películas con actores veteranos, que fluctúan entre la picardía, el humor geriátrico y el drama morturio: Chicas del calendario, El exótico Hotel Marigold, y varias más. Sin embargo, Hoffman se desmerca ante la posibilidad de hacer una película demagógica y extremamente simpática, fundamentalmente porque no hay en él una necesidad de dejar un mensaje sobre lo linda que es la vejez y lo piola que son los viejos. Y se entiende, fundamentalmente esto es así porque Hoffman tiene la edad de sus protagonistas y conoce los tiempos y las urgencias de ese estadío de la vida: no tiene necesidad de reafirmar, como sulposamente lo hacen los jóvenes, la dignidad de la tercera edad. Lo demuestra laburando.
Es decir, Rigoletto en apuros es todo lo ligera y amable que suelen ser estas comedias -también algo aburrida-, pero le suma una mirada un poco más honesta sobre la vejez: y la vejez vinculada no sólo con la muerte cercana sino también con el arte como una forma de eternidad. En ese camino, la película no se evita algunos momentos de una oscuridad tersa pero oscuridad al fin, sino que tampoco tiene la necesidad de repetir constantemente que estos viejos son lo más piola del mundo (igualmente el personaje de Billy Connolly puede irritar un poco).
Sin hacer una obra maestra -tampoco daba la impresión de buscarla-, Hoffman construye un relato fluido, que suma alguna reflexión atractiva sobre el arte de ayer y hoy (la mirada sobre el rap y la música clásica), que habla desde la alta cultura sin la pedantería de por ejemplo el último Woody Allen, y que encima se escabulle inteligentemente de ciertos clichés de las películas sobre grupos de músicos que tienen una última prueba. Cómo afronta el concierto final y cómo pone en off una instancia clave, da muestras de buena ideas de puesta en escena por parte del Hoffman director.