Con la genuina emoción de lo real
La historia de un inmigrante laosiano que se vio obligado a cambiar una selva y un río asiáticos por un paisaje similar en Misiones.
Los sonidos característicos de la selva, con sus pájaros e insectos en incansable actividad, y los de un río cercano se escuchan claramente en la pista de audio, mientras una serie de imágenes de la frondosa vegetación ocupa la pantalla. De pronto, un hombre se sumerge en las aguas y nada mansamente, sin aparentes preocupaciones, mientras observa el horizonte, que se mantiene en estricto fuera de campo. Se trata de Vanit Ritchanaporn, nacido en un pueblo rural de Laos hace poco menos de sesenta años. Pero el río que lo envuelve no es el Mekong, sino uno mucho más cercano al espectador, en la provincia de Misiones. Esa información llegará cerca del final de Río Mekong, el documental de Leonel D’Agostino (experimentado guionista de cine y tv) y Laura Ortego que describe, en sucintos sesenta minutos, toda una vida: la de aquellos que lograron conformar una comunidad de inmigrantes en la ciudad de Chascomús, junto a sus hijos y nietos. Algo así como un nuevo capítulo de ese país que no miramos pero que suele estar bien cerca, mucho más de lo que se cree.
A los dieciséis años, Vanit Ritchanaporn cruzó a nado otro río, aunque las circunstancias fueron muy diferentes: cansado de las condiciones de vida en su tierra natal, decidió escapar hacia la vecina Tailandia en busca de un futuro mejor. Del otro lado lo esperaba un año de hacinamiento en un campo de refugiados de las Naciones Unidas y un inesperado destino final, la Argentina, una tierra completamente desconocida, lejana, exótica. Si bien la Guerra de Vietnam es la más conocida de las ramificaciones bélicas de un sudeste asiático en estado constante de guerra civil desde finales de la Segunda Guerra Mundial y la caída del régimen colonialista, los laosianos sufrieron sus buenas dosis de violencia a manos de ambos bandos, el comunista Pathet Lao (apoyado por el vecino Frente Nacional de Liberación de Vietnam) y los soldados del ejército real laosiano, asistidos por los Estados Unidos. Una escueta placa al comienzo de la película provee algo de información al respecto, aclarando además que el gobierno militar argentino decidió acoger a 293 familias laosianas en 1979, en un “intento de contrarrestar las denuncias por violaciones a los derechos humanos”.
Casi cuatro décadas más tarde, el protagonista de esa historia –culturalmente enraizado en la Argentina, campechano y entrador, pero al mismo tiempo hijo de su tierra natal– narra las vicisitudes del radical cambio de vida, las dificultades de los primeros años (las promesas del gobierno y sus ofertas de una parcela de tierra para cultivar nunca se cumplieron) y la gradual instalación de pequeñas comunidades laosianas en las provincias de Buenos Aires y Misiones. Es una historia personal y colectiva, que D’Agostino y Ortego recrean en pantalla a partir de recuerdos y anécdotas y de las actividades actuales de su personaje/sujeto: la realización de una fiesta de las colectividades en Chascomús, el registro de la vida cotidiana de sus hijas (primera generación de hablantes del idioma español sin ninguna clase de acento), una reunión de inmigrantes de Laos en Misiones, karaoke y cumbia incluidas.
Sobre el final, los directores incluyen imágenes tomadas por el propio Ritchanaporn algunos años antes de la realización del film, en ocasión de la primera visita del protagonista a su país natal desde aquel temerario escape que cambió su vida. En español, el visitante graba con su cámara hogareña a una anciana, sentada delante de una colección de budas dorados, que mira al improvisado camarógrafo algo azorada, como si no entendiera del todo lo que está ocurriendo. “Esta es mi mamá”, se lo escucha decir, y el cine documental vuelve a hacer gala de una de sus incomparable armas: la emoción de lo real.