UNA HISTORIA EXTRAORDINARIA
Río Mekong, el documental de Laura Ortego y Leonel D’agostino, cuenta una de esas historias extraordinarias que sabe encontrar el género: la historia de Vanit Ritchanaporn, un ciudadano laosiano que, adolescente, llegó al país en 1979 escapando de los horrores de la guerra en su país, y luego de atravesar a nado el río del título. Vanit terminó habitando un campo de refugiados de Naciones Unidas, para encontrar destino en Argentina, y desde aquel entonces ha recorrido buena parte del mapa tratando de subsistir: actualmente reside en Chascomús, donde encontró su lugar en el mundo junto a la comunidad de laosianos más grande de la provincia de Buenos Aires. Río Mekong es, por tanto, una historia de vida y supervivencia, pero además también una síntesis de la experiencia del inmigrante y la forma en que trata de insertarse en otra cultura.
Ortego y D’agostino abordan esta historia con herramientas simples: el documental dura apenas 60 minutos, los testimonios son precisos y el seguimiento a las tareas cotidianas de Vanit no se demora en devaneos formalistas. Río Mekong es un documental moderno, por la forma en que construye su narración, pero a la vez clásico, en la manera en que centraliza la información y se apoya sobre su protagonista. De hecho hay segmentos que fusionan las posibilidades expresivas de la película: Vanit recorre su historia personal aportando fotografías que dan cuenta de las diferentes ciudades en las que vivió, pero también del progresivo crecimiento de su familia. Pero lo definitivo es su asentamiento en Chascomús, la integración con esa comunidad y, fundamentalmente, el sostén de su propia cultura a partir de actividades sociales que acercan un modo de vida exótico para el argentino.
No hay demasiado lugar para la lástima o la auto-compasión en Río Mekong, como no lo hay en la experiencia de aquel que escapó de algo terrible y tiene que hacerse un espacio y construir una vida. El optimismo leve con el que Vanit cuenta anécdotas no hace más que representar esa superficie acorazada del inmigrante, del que habita un lugar extraño y busca hacerlo propio. La única figura poética de un documental concreto y sintético es el río, que opera como recuerdo, como memoria líquida de la que obviamente el protagonista no puede deshacerse del todo. Ese caudal del Mekong que trae una y otra vez el recuerdo del pasado, seguramente duro pero también necesario en la reconstrucción personal. Los últimos minutos capturan la experiencia de Vanit en su tierra de origen, en el regreso a casa y en el encuentro emotivo con su madre. En esos pequeños momentos el documental, como género, demuestra su grandeza.