Un ensayo político de Tatiana Mazú González
Ensayo político difícil de clasificar, que apela al cine experimental y a las artes plásticas, asume victoriosamente riesgos formales.
Río Turbio, una localidad de Santa Cruz en el Sur de Argentina, es donde se instaló, un poco por azar, la abuela de la directora. Es también donde ella misma vivió su infancia y donde fue agredida sexualmente por un chico del pueblo. A escala más larga, es un lugar importante por su producción minera. Una mina en donde las mujeres, aunque no esté escrito, no pueden entrar.
Tomando como punto de partida lo íntimo, la historia personal, Mazú decide investigar en su documental la traducción de las estructuras patriarcales y capitalistas en este pueblo en particular: la historia con H grande, siempre construida por historias pequeñas. Estas últimas décadas fueron el teatro de una evolución significativa dentro del cine documental llamado político. Pasamos de un cine directamente militante - o aceptado como tal por la industria o circuitos de difusión - a una rama del cine alejándose de los códigos establecidos para crear nuevos regímenes de narrativas, en los cuales el/la director/a suele tener una posición reflexiva.
En Argentina, uno de los ejemplos paradigmáticos de este cine es la obra de Albertina Carri, quien inventa nuevos dispositivos para indagar la realidad y también denunciarla. En esa vena, Río turbio (2020) crea su propio lenguaje cinematográfico para armar una investigación, un rompecabezas polifónico en ese mundo a priori prohibido a las mujeres. Según la directora misma, se trata de una película sobre el silencio: el de los secretos de familia, de la omerta construida alrededor de las violencias machistas, de las mujeres silenciadas.
El documental está entonces hecho de idas y vueltas entre ese silencio y las voces que se elevan para romperlo poco a poco. En la opacidad de la neblina, de ese territorio árido hostil a la vida, escuchamos los testimonios de once mujeres entrevistadas por Mazú, que cuentan una por una la vida en el pueblo minero, las huelgas, el encierro. Sus voces vienen a habitar el paisaje sombrío e infinito. Con estos testimonios, se mezcla el sonido de la radio y del programa feminista que organiza la tía de la directora. Su palabra hace el lazo, el puente, entre el círculo íntimo que constituye la familia y la apertura al mundo.
El intercambio entre tía y sobrina, que aparece escrito a la pantalla, es el hilo conductor de la película. Hablan del pasado y del presente, de pañuelos verdes y de derechos laborales. “Las capas geológicas de la memoria” le escribe en algún momento Mazú: el cuerpo como territorio, como tierra y a su vez el territorio visto como cuerpo, marcado por la historia de los y las que lo habitan. Es este doble movimiento el que hace a la película particular y cautivadora. Por momentos muy teórica por su dispositivo, no deja de ser una potente arma, tan poética como política.