Pensar (y cantar) el cine
La verdad que nunca me gustó Glee. Es posible que no le haya dado la oportunidad que merecía, es decir, verme de un tirón varios capítulos de su primera temporada, como para entrar bien en la historia. También es cierto que nunca fui un fanático del género musical. Pero lo cierto es que, cada vez que me he topado con algún episodio suelto por el cable o la televisión abierta, siento que las canciones y coreografías absorben toda la trama, con lo que nunca me importa realmente qué les sucede a los personajes, sus historias y motivaciones. Y este pensamiento se refuerza ante la certeza de que, a pesar de no adorar los musicales, creo que puedo reconocer -y disfrutar- a un buen exponente. Más aún si tenemos en cuenta que la serie también puede mirarse desde el género estudiantil e incluso el deportivo. El párrafo anterior me sirve en parte como puntapié para afirmar que Ritmo perfecto es todo lo que podría haber sido Glee, e incluso más. Y consigue serlo con una premisa que reúne todos los lugares comunes del cine hollywoodense dirigido al público juvenil de los últimos treinta años: la joven novata (Anna Kendrick) que en el momento de arribar a la universidad es reclutada para integrar un grupo de cantantes a capella, The Bellas, integrado exclusivamente por mujeres, con vistas a una competencia nacional. Lo que viene a continuación es de lo más obvio: el aprendizaje e integración de la protagonista al grupo, la sucesión de conflictos entre las chicas, la aparición de un interés amoroso, las diferentes instancias de competición. Pero todo es interesante, atrayente, divertido, incluso conmovedor. Y esto se da porque hay en este proyecto un conjunto de gente con una gran vocación por contar algo con toda la energía y ambición posible, empezando por el guionista Kay Cannon (quien tiene como antecedente más fuerte la serie 30 rock), el director Jason Moore (que trasciende lo que se podía esperar de sus trabajos previos en series como Brothers & sisters) y Elizabeth Banks (una gran actriz que saltó a la fama con Virgen a los 40, y que aquí también aporta desde la producción). Pero asimismo con un elenco superlativo, donde no sólo destaca Kendrick (una de las mejores actuaciones de este año), sino también Rebel Wilson, Brittany Snow, Anna Camp, Alexis Knapp, Ester Dean, Hana Mae Lee, Shelley Regner y Skylar Astin. Ritmo perfecto se hace cargo de todo un conjunto de dilemas: a la luz del cambio/evolución del público juvenil ¿siguen teniendo sentido las estructuras forjadas en los géneros musicales, deportivos, universitarios, incluso los románticos? ¿Sus discursos y miradas se sostienen o necesitan readaptarse? ¿Los jóvenes (y en especial las mujeres) continúan siendo en el fondo los mismos que décadas atrás? ¿Se puede seguir hablando del amor o el romance de la misma forma? ¿Las mutaciones (si es que las hubo) han sido para bien o para mal? Las respuestas que da el film no son terminantes y eso, aunque en principio parezca un acto de cobardía, termina demostrando una gran valentía, porque explora los grises, los puntos intermedios, los distintos huecos de esta problemática, y les saca todo el jugo posible. Es cierto, sí, que el tiempo ha pasado, que los espectadores ya no son los mismos, que hay temas sobre lo que no se puede decir exactamente lo mismo que antes y que los géneros necesitan actualizarse. Pero esta actualización formal, narrativa y discursiva no tiene por qué reformular la base fundante, porque hay motivaciones y objetivos que persisten: el público joven vendrá ahora con toda una carga de posmodernismo que bordea el cinismo, pero a la vez sigue necesitando de las visiones cuasi idealistas que están en condiciones de aportar determinadas marcas genéricas. La respuesta en el relato de Ritmo perfecto aparece a través del cine de John Hughes, más precisamente en El club de los cinco, aquella obra maestra de 1985 que anticipó la oscuridad de sucesos como el Columbine, pero que también se erigió como un monumento al (im)posible quiebre de barreras en el sistema escolar estadounidense hasta convertirse en una historia extraordinariamente universal. La cita a ese gran film de los ochenta no es un mero guiño por parte de la película, sino toda una declaración de principios, cimentada en una historia repleta de personajes femeninos fuertes que transitan un camino coherente con ellas mismas; donde se hace hincapié en el hecho de jugar en equipo y brindarse al otro, cediendo incluso el lugar central; y se promueve el tirarse a la pileta, abandonando los lugares cómodos, en pos de la chance del amor. Y para todo esto, no necesita recurrir a discursos rimbombantes, sino a acciones poderosas, a diálogos afiladísimos y, principalmente, a números musicales perfectamente integrados a la trama y que dicen mucho, pero mucho más de lo que parece. Desde los géneros y esquemas de producción más subestimados por ciertos sectores de la crítica y el público, Ritmo perfecto demuestra que hay otro tipo de sutileza, otro tipo de importancia: esa que nace desde el canto, desde el trabajo en equipo, desde la amistad, desde el amor. A pesar de que los tiempos cambian, en ciertos aspectos, por suerte, la canción sigue siendo la misma.